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NÓNIMA
Cuando al
fin el bebé abrió los ojos, su padre y su madre, entusiasmados, tuvieron que guardar
lejos toda su alegría y estrenar ese día la decepción, e incluso el miedo. No,
no era normal. Menos que normal; era menos que humana. ¿O más? No lo sabían.
La niña,
blanquita, diminuta, cerraba los párpados como si no quisiera estar viva. Pero
al volverlos a abrir, clavaba las pupilas en la madre, y más que mirarla, la
atravesaban de parte a parte. Parecía estar echándole una sonda profunda y turbadora, llegando donde
ni ella misma se atrevía a contemplar.
Luego posaba
sus ojos en el vacío. Reflejaban una inmensidad oceánica; aquietada, seria,
amenazante. No era nada agradable sentirla. La piel se resentía como si le
rodaran erizos.
Dejaron de
observar a su niña… ¿Su niña?
La
bautizaron con el nombre que tenían preparado desde hacía meses: “Remedios”,
como la abuela. Pero duró poco. Sin saber cómo, todos terminaron llamándola “Anónima””; “Nónima”, le
decía yo, su hermano pequeño, el que conoce su historia, el que quería quererla
y no lo conseguía.
Nunca miraba
a directamente a nadie. Y muy pocas veces era sentida u oída, a causa del
silencio emplumado de sus movimientos. Desde siempre se acostumbró a esfumarse;
a perderse más allá de nuestro raciocinio.
De pronto, tras buscarla durante días se
revelaba a nuestro lado. Así, sin más, con toda su existencia de carne discreta
y tranquila, como si nunca hubiera desaparecido. Y a menudo traía todo la ropa,
las manos y hasta las pestañas, manchadas de tierra negra. El rostro fatigado
hasta el extremo lo posaba sobre cualquier cojín, y se dormía con el secretismo
de los gatos.
Todo lo
hacía desde la discreción más absoluta. Limpiaba la casa cuando nadie la veía, o
dejaba objetos significativos aquí o allá, sin delatarse jamás. Yo encontré en
mi bolsillo un dibujo que había perdido hacía meses, y mi padre un billete de
quinientos euros el día que, borracho, nos dijo que ya no podría pagar más el
alquiler.
Era buena.
Pero no la querían. No. Al menos muy cerca. Siempre que nos miraba a los ojos,
rápidamente desviábamos la mirada. Dardos, agujas, gemidos… Yo no sé lo que
tenían.
Su manera de
ser tampoco se hacía un hueco en nuestro cariño. Carecía de huella, de personalidad humana
reconocible. Cada día se manifestaba un poco diferente, como si en ella se
sucedieran miles de personas. Su voz cambiaba el tono según la dirección del
viento de ese momento (eso, yo mismo lo comprobé).
En la
escuela la culpaban de todo. Si algo era robado: “Anónima”. Si alguien era
golpeado en la oscuridad: “Anónima”. Si fallaba la luz: “Anónima”. Era tan
fácil echar la basura sobre ella... Pero no era así. La chiquilla, sin mirar a
nadie, defendía siempre su inocencia. No comprendía por qué la odiaban. Pero sí
sabía bien de su poder...
Sucedió que
un compañero quiso golpearla. Ella le lanzó con descaro el pozo oscuro de sus
ojos. El muchacho se echó a llorar; se arrodilló a sus pies y le rogó, entre
babas y lágrimas, un miserable perdón.
Lo mismo le
sucedió a la maestra, que la gritó, fuera de sí, por haber perdido los
lapiceros. Tras ser succionada por aquellos dos agujeros negros, no tardó en
suplicarle perdón, humillada ante ella y todos los niños de la clase.
Desde
entonces nadie se atrevió a hacerle daño. La angustia que sacaba de los otros
era indescifrable, más todavía para ella, pero era eficaz y consiguiendo que la dejaran
tranquila. Ella todavía no sabía el por qué de su naturaleza amenazante y
universal. Sólo notaba que podía entrar en cualquier persona o animal como si
visitara un lugar o una casa, e imitar cualquier identidad. La suya propia aun
no la conocía; quizá no fuera nadie en concreto, pero sí sentía pertenecer a
una idea viva, una madre inmensa sin forma que la nutría y cuidaba desde el
anonimato.
Anónima
creció muy sola, como era de esperar. Nadie la amó, aunque ella no parecía
necesitar compañía. Su poder y versatilidad infinita la hizo ascender en la
escalera social de la vida y pronto estuvo muy cerca de gobernar un estado.
Incomodaba, es cierto, pero a la vez era respetada como una diosa. Llevaba
siempre unas gafas negras para poder triunfar, simulando que la luz dañaba su
vista. Era la única manera de que los demás no la rehuyeran despavoridos al
sentir imprevistamente el dolor de su
mirada.
Ella ascendió
al poder más elevado, guiada por una colectividad de susurros ignotos para el
hombre y familiares para ella. Aunque
sabía que no era humana, a la vez estaba dotada con la mayor comprensión del
ser humano, y su sangre estaba hecha de una sustancia tan dramática como
purificadora. Cada día se iba conociendo mejor; cada día se sentía menos
anónima.
El día en
que la prensa anunció la proximidad del planeta gigante que alteraría la órbita
de la tierra, se quitó las gafas. Entonces miles y miles de personas empezaron
a encontrarse mal cuando la veían en sus pantallas. Lloraban, se desesperaban,
se volvían inactivos. Había depresión generalizada, caos, locura. Querían
matarla.
Y cuando
llegó la persona que le puso una pistola en el pecho amenazando quitarle la vida
si no le revelaba su identidad, ella sólo dijo, con una voz pavorosa y lenta,
como enterrada durante años en el inconsciente del mundo:
-Me llamo
Remordimiento. Nadie puede matarme.
Y en efecto,
nadie pudo.
***
Relato fuera de concurso para la edición de Junio del 2025 del Tintero de Oro