Cuentos bajo la almohada: octubre 2016

Timbres



TIMBRES

Las vibraciones…
Dirás que estoy perdidamente loca; pero te juro que me dan muchísimo miedo. Pánico. Cualquier sonido que vibre largo rato con un tono metálico me saca de aquí. Y tengo que huir con patas de gacela aterrorizada, antes de que suceda algo en mí... Es una verdadera pesadilla vivir con esto. Tú no lo entiendes, y creo que nadie...
Te contaré mi última vivencia. Nunca lo he pasado tan mal; de veras te digo que probé un verdadero plato de angustia que me hizo sacar por la boca el horror de varias generaciones:
Estaba flotando plácidamente mecida por las olas, sobre mi colchoneta de pececitos rojos. Mi piel recibía los ecos del mar como un arrullo materno adormecedor. Imagino que los bebés que se duermen mamando deben experimentar la misma complacencia que yo sobre aquellas olitas de algodón. De la lejanía vino una música de notas rápidas y desagradables. Era similar a los golpes metálicos de los mástiles, pero formaba una melodía repetitiva. Parecían tener vida como pequeños gritos agudos y espeluznantes. Sé que no puedo explicarte bien aquella sensación auditiva… Lo único claro de aquello fue mi intuición de algo nefasto. Me alcé un poco y comprobé que venía de un barco gigantesco de velas negras, similar a una antigua carabela. Pero estaba muy lejano, sobre el horizonte. De él salía humo, como si la base de las velas se estuviera incendiando. Había sobre todo aquello algo muy amenazante, horrible; la impresión que tuve, (insisto, absolutamente irracional pero muy nítida) era que en aquel buque se estaban quemando cosas horribles, desconocidas para el ser humano. Me puse tan nerviosa que caí de mi colchoneta. Cuando quise volver a subir, ya no podía; era imposible. Notaba las piernas agarrotadas y dormidas, y era incapaz de moverlas. Además pesaban muchísimo. Finalmente lo conseguí, pero vi que aquello no eran mis piernas, ¡era una cola de pez! Comprendí que el horror volvía de nuevo a mi vida. Bajo mis axilas había dos pequeñas aletas traslúcidas, sin forma acabada, y una espina alargada salía de mi boca, impidiendo a mi lengua pronunciar un solo sonido. Estaba sola en el mar, y me había alejado mucho de la costa. Mis ojos empezaron a bloquearse y mi visión se dividió en dos frentes opuestos. Estaba claro que era un pez; un pez muy grande, incapaz de hablar, ni chillar, ni volver a mi realidad. Quise nadar hacia la orilla con todas mis fuerzas, pero ésta no llegaba. A cambio me envolvía un barro espeso, y todo el horizonte era una ciénaga sin fin. Bajo mi cuerpo, sentía los filamentos de algas negras, como fúnebres lamentos. Mi propia desesperación iba mutando las cosas; el paisaje cambiaba sin cesar, tomando las formas de mi agonía: ora un pantano; ora un desierto o el fondo de la tierra pleno de raíces enredándose en mi cuerpo. Yo sabía que debía controlar todo aquella, calmarme... De pronto la enorme sombra de un águila gigantesca cruzaba la superficie. Podía escuchar voces humanas desde ella. Gritaban mi nombre: Penélope.
Alguien allá arriba, seguramente mi amiga que sabía que no estaba loca y que compartía el secreto de mi extraña enfermedad, comenzó a tocar una flauta. Yo seguía contemplando mi cuerpo de sirena; pero poco a poco comencé a sentirme ligera, con piernas de verdad; y mis ojos comenzaban a ver el cielo azul y el agua transparente; volvía a estar sobre mi colchoneta de inocentes pececillos pintados. Más allá de mí un velero blanco surcaba las aguas, parsimonioso, posiblemente el causante del sonido que me sacó de la realidad. 
Miré a mi salvadora; aún tocaba la flauta para mí, ansiosamente; los contemplé a todos con ojos de resucitada… y lancé un grito de alegría que asustó a las gaviotas que volaban muy curiosas por allí.

Ahora ya sabes que el sonido puede condenarme, pero también puede salvarme. Todo depende del timbre, dulce o metálico. Y si me quieres de verdad, lleva una flauta siempre que estés conmigo. 

La felicidad (una reflexión)



La felicidad continua no está hecha para nosotros los humanos. A veces, tenemos atisbos de algo que nos supera, y de golpe da sentido a nuestra vida. Son momentos, instantes que luego se diluyen en el correr de esta losa diaria que empujamos al vivir. Pero esos momentos son promesas de algo que quizá lleguemos a hacer nuestro y convertirlo en presente. Con arte, con dedicación, con esfuerzo, con sabiduría, quizá alcancemos ese vivir pleno y total llamado felicidad. 

Uno de aquellos momentos felices que recuerdo vino repentinamente. 
Caminaba sola por la playa. Mis pensamientos, más creativos de lo normal, fueron derivando en una mera contemplación de lo que había a mí alrededor:
El mar muy azul, la arena suave, las personas tumbadas al sol o bañándose despreocupadas; el aire agradable rozando mi piel y la luz intensa penetrándolo todo. De pronto, sentí una dicha inexplicable. Todo era perfecto. Me sentía fusionada a la vida. Veía las cosas y los seres radiantes, bellísimos, con más relieve del normal. La luz los moldeaba exquisitamente: la nitidez y hermosura de lo que me rodeaba me sobrecogía. Al contemplar el mar sentí que me amaba, de un modo que no puedo describir. Distinto, íntimo, directo. Saltaron algunas lágrimas mías. No vivía, pues aquello era más que vivir. Era sentir de verdad lo que significa estar viva, aquí, en esta Tierra, y fusionarse con lo que te rodea, que es prístino y hermoso igual que tú. Sentía deseos de abrazarlo todo. Era feliz, libre, brillante como el sol. Fue algo tan maravilloso y desbordado que mi cuerpo y mi mente no lo podían sostener.
Se fue diluyendo aquella sensación, y seguí caminando, pero llena de paz y alegría por la experiencia. Un regalo. Un presente para recordar que hay algo más, y que habitualmente sólo vemos (por decirlo metafóricamente) la mota de polvo en la uña de un pie gigantesco, cuyo cuerpo y dueño no podemos ni imaginar... La realidad es inmensa y en ella caben todas las posibilidades. Acabamos de empezar a leer este largo cuento. Pero lo hermoso es que el cuento lo creamos nosotros. 




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Texto y foto coloreada de la playa de Altea:  Maite Sánchez Romero (Volarela)