«A mí nunca me ha parecido el otoño una estación triste. Las hojas secas y los días cada vez más cortos nunca me han hecho pensar en algo que se acaba, sino más bien en una espera de porvenir».
«A mí nunca me ha parecido el otoño una estación triste. Las hojas secas y los días cada vez más cortos nunca me han hecho pensar en algo que se acaba, sino más bien en una espera de porvenir».
EL AMOR DE SU MUERTE
Para mi
sorpresa, el día que me enterraron comprobé que ya no tenía peso. Esa misma
noche, salí al exterior al ritmo de una cautivadora música. Había al lado de mi
tumba una mujer de unos cuarenta años metida en un saco de dormir. Tenía ojos
de pavor, pero era ella la que había puesto esa música, quizá para serenarse.
Posiblemente estaría cumpliendo con alguna apuesta de valor... Los ojos de la
mujer fueron siguiendo los brillos compulsivos de mi alma. La saludé. Pero otro
ser atrajo mi atención... Parece mentira que una encuentre al amor de su vida
en estas circunstancias... Se quitó el sombrero de copa y de él cayeron
montones de hojas otoñales. A mi mente llegó el pensamiento -no imagino cómo-
de que aquel hombre sólo podía ser cálido como un abedul en otoño. Me
gustó. Con un gesto de su brazo, me invitó a bailar un vals, y es curioso, pero
la orquesta comenzó a sonar desde su propio cuerpo, al girarse... No pude resistirme;
el baile es mi pasión. El caballero estaba impecable, a pesar de haber
atravesado todo el montón de tierra que cubría su lápida. Dejaba ver un alma
brillante y esplendorosa como la melena de un león. Giró varias veces,
iluminado por una luna sorprendida con ojos de plato rococó... Y luego me rodeó
con las gruesas lianas de sus brazos... Pero yo me solté, e impulsada por una
loca fuerza bailarina comencé a claquetear en el aire… Y él me siguió. Y las
estrellas nos siguieron… Y los grillos aceleraron sus notas de cristal hasta
atropellarse y romperse a golpe de pura risa por la hierba.
Extasiados
y alegres, casi no nos dimos cuenta de que salían veinte o treinta almas más de
sus féretros. Pero no estaban tan felices como nosotros. Angustiadas, chocaban unas con otras como
avestruces despavoridas, sin saber adónde ir.
Entonces
llegó la gran presencia: un ser radiante, y alto como la estatua de la
libertad, que llevaba una camiseta con las palabras: “Orientador de almas”. Una
puerta a rayas negras y amarillas apareció sobre el ciprés más serio del
cementerio. Se abrió y proyectó la luz cegadora de unas doscientos mil
luciérnagas, que además echaron a volar por la oscuridad del cementerio, locas
de alegría. El Orientador fue haciendo una larga cola con las almas, ya más
calmadas, y empezó a llamarnos, uno por uno, por los nombres que llevábamos
escritos en el corazón. Nosotros dos nos agarramos bien fuerte. No
necesitábamos ni una palabra para saber que estábamos más unidos que el h2O y
queríamos seguir así de pegados. Pero cuando llegamos al dintel de la puerta,
el gran ángel nos dijo que mi puerta era otra... Miré a mi espalda y, en efecto,
vi una nueva puerta de color melón, en la que ya había dispuesta otra fila de
almas. La dama del saco de dormir lo contemplaba todo. Estaba indignada, como
yo.
Como si
mi reciente amor y yo nos leyéramos el pensamiento, echamos a correr cogidos de
la mano, entrando por la puerta amarilla y negra, y resbalando después por un
larguísimo túnel de metal por el que resonaba un loco saxofón. Íbamos precedidos por un bonito ejército de abejas de luz.
Ahora
estamos en un gran jardín, sin suelo, bailando como posesos un insonoro charlestón.
(No parece que haya ángeles guardianes por aquí...)
Espero que nos perdonen la infracción... ¡Pero a nosotros no nos separa ni Dios!
(Además, aquella del saco de dormir ya tiene una nueva historia para contar...)
***
Encontraréis historias más serias y acordes al otoñal e inevitable decaimiento hacia la muerte... en Vadereto Octubre