Cuentos bajo la almohada: agosto 2021

Este jueves un relato "penumbroso"



Hoy nos reúne Mónica para que escribamos con una ambientación penumbrosa o de humos

Aquí tenéis las demás participaciones humeantes... Neogéminis


UN MANUSCRITO PENUMBROSO



MANUSCRITO HALLADO EN UNA CUEVA  

La neanderthal Jacinta vio asomar la punta de un objeto brillante. Rascó con sus uñas la tierra y sacó un pedazo de metal plano con multitud de signos grabados. Acarició las hendiduras con placer y escondió su tesoro bajo un pedazo de piel, muy querido por ella, que tenía guardada en la esquina más oscura de su cueva. Lo que jamás imaginaría es que miles de años después, tú, lector podrías entender su contenido. 


"Casi no tenían ojos, parecían topos; de hecho la luz les hacía daño; daban alaridos cuando un foco los iluminaba, como si los golpeara. La edad… Diría que aparentaban unos cinco años por su forma física, pero sin duda su mente era longeva. Caminaban de espaldas, no sé la razón, pero no chocaban, pues parecían ver con la mente. Y otra singularidad era que todos tenían un pitillo encendido en los labios; jamás se apagaba, como si no se consumiera nunca. Les llamé los eternos fumadores. Aparecían por la noche, cuando, poco antes de acostarme, me asomaba a la ventana. El humo de sus cigarrillos era el aviso; se filtraba por las rendijas y mis fosas nasales podían detectarlo, incluso antes de llegar a mi habitación. Estaban siempre atareados, cruzando de una acera a otra, cargados de objetos. Parecían reconcentrados, absortos en su labor, como si ésta fuera de trascendental importancia. Mis padres, obviamente,  no me dejaban bajar a la calle a esas horas de la noche, y por supuesto, no los veían. El gato del edificio de enfrente sí los veía, porque también se asomaba a la ventana a contemplar sus movimientos.

 Con mi ingenuidad infantil les hice un cartel que decía: “Quiénes sois”, y lo saque hacia afuera, estirando mi brazo todo lo que pude. Cúal sería mi sorpresa cuando aquel brazo mío fue tomado por una mano muy fría que me arrastró hacia abajo, a la calle, de un modo que aun no me explico. Me colocaron una maceta con dos margaritas y, con signos, me hicieron seguir a uno de ellos, muy peludo y oscuro, que transportaba una caja llena de bocinas de coche antiguo. Al fin llegamos a un sótano inmenso en el que todos iban depositando sus objetos al lado de una gran tumba vacía. Estaba lleno de humo. Yo dejé mi maceta con flores. Entonces apareció una niña muy bella y mucho más alta que ellos, pero igual de ciega. Tocó mi frente con ternura y luego se acostó en la tumba; todos los pequeños fumadores empezaron a señalarme con el dedo. Salí corriendo, pero al llegar a mi casa no podía entrar. Nadie oía mis llamadas. 

 Anduve varios días por la ciudad. Estaba completamente desierta, oscura, como si no hubiera amanecido; la gente seguía durmiendo en sus casas. Todos dormían, yo era el único que estaba despierto. Yo… y los hombres niños atareados en trasladar cosas marcha atrás. Pasaban los días hasta que, impávido, reconocí a mis padres en aquellos niños andando del revés. Lloré de desesperación, pero no me vieron ni oyeron, seguían su camino, indiferentes, absortos en su tarea. Luego fueron amigos, conocidos, todos estaban disminuidos de tamaño, aniñados, casi ciegos, pero reconocibles. 

Hasta que un día los vi a todos formar una larguísima cola. Al final de ella, una extraña nave con forma triangular abría su puerta a cada niño o ser, o como quiera que se llamen los entes en que se había transformado la gente. Iban entrando, de uno en uno, cada cual agarrando algún objeto.  Comprendí que eran cosas humanas que deseaban tener los extraterrestres. Deduje que la niña que viera en el sótano era la reina. Ahora, asomada al balcón de la gran nave, la sentía mirarme sólo a mí. Se había dado la vuelta, abriendo un enorme ojo oculto en su nuca, con el que me miró y parpadeó varias veces, despacio, a modo de tierna despedida. Grité. Me quedé yo solo. Yo solo como testigo de la invasión. Yo, aquí, ahora, con mi absurdo punzón, estoy grabando esto… ¿para quién?

  Vago de aquí para allá. Todo el vacío planeta es mi loco, descomunal hogar… Han pasado cuarenta años desde entonces, y mis lágrimas de soledad son ya humo espeso que no sale de mi alma. Cada día, como un cruel boomerang, me golpea la misma pregunta…: ¿Por qué se fueron sin mí?”


                                                                              ***


                                                                    Jacinta


Revuelos: La vida como caricia

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 * Si supieras, amor, lo hondo que viajan por mí tus caricias... Sólo detienen su viaje cuando amanecen estrellas en mis labios. 


¿Por qué no puede ser la vida una larga caricia, interrumpida de vez en cuando por espasmos, sustos, tristezas, angustias o molestias? Cuando cesa la interrupción, la profunda y suave caricia sigue su trabajo de amante alfarera. Y moldea tu cuerpo, tu alma como el río moldea el lecho por el que pasa.

¿Acaso no es una caricia la tibia leche que pasa por el hambre del bebé? ¿No es caricia el tobogán, el lápiz juguetón entre los dedos, la almohada que recoge los instantes del día como una noche caliente en la mejilla?

¿No es caricia la alegre melodía de la amistad, el siseo dorado de las hojas de los chopos, el sonrojo de la juventud, el amor nuevo como plumones de gorrión?

¡Hay tantas caricias! Todo es una gran caricia cuando la piel se hace tan sensible que hasta el roce de una mirada la estremece. 
La vida te acaricia sólo con pasar por los túneles hambrientos de tu respiración. Aire...
Su caricia es lenta, sí, muy lenta...
Puedes respirar la caricia de un trino trenzándose en tu oído, o el acelerado ritmo de un corazón que te espera con amor...
Respira ahora la aterciopelada armonía de tu propia mirada... abierta...