Hoy nos reúne Mónica para que escribamos con una ambientación penumbrosa o de humos
Aquí tenéis las demás participaciones humeantes... Neogéminis
UN MANUSCRITO PENUMBROSO
MANUSCRITO HALLADO EN UNA CUEVA
La neanderthal Jacinta vio asomar la punta de un objeto brillante. Rascó con sus uñas la tierra y sacó un pedazo de metal plano con multitud de signos grabados. Acarició las hendiduras con placer y escondió su tesoro bajo un pedazo de piel, muy querido por ella, que tenía guardada en la esquina más oscura de su cueva. Lo que jamás imaginaría es que miles de años después, tú, lector podrías entender su contenido.
"Casi no tenían ojos, parecían topos; de hecho la luz les hacía daño;
daban alaridos cuando un foco los iluminaba, como si los golpeara. La edad…
Diría que aparentaban unos cinco años por su forma física, pero sin duda su
mente era longeva. Caminaban de espaldas, no sé la razón, pero no chocaban, pues parecían ver con la mente. Y otra singularidad era que todos tenían un pitillo
encendido en los labios; jamás se apagaba, como si no se consumiera nunca. Les
llamé los eternos fumadores. Aparecían por la noche, cuando, poco antes de
acostarme, me asomaba a la ventana. El humo de sus cigarrillos era el aviso; se
filtraba por las rendijas y mis fosas nasales podían detectarlo, incluso antes
de llegar a mi habitación. Estaban siempre atareados, cruzando de una acera a
otra, cargados de objetos. Parecían reconcentrados, absortos en su labor, como
si ésta fuera de trascendental importancia. Mis padres, obviamente, no me dejaban bajar a la calle a esas horas
de la noche, y por supuesto, no los veían. El gato del edificio de enfrente sí
los veía, porque también se asomaba a la ventana a contemplar sus movimientos.
Con mi ingenuidad infantil les hice
un cartel que decía: “Quiénes sois”, y lo saque hacia afuera, estirando mi
brazo todo lo que pude. Cúal sería mi sorpresa cuando aquel brazo mío fue
tomado por una mano muy fría que me arrastró hacia abajo, a la calle, de un modo que aun no me explico. Me colocaron una
maceta con dos margaritas y, con signos, me hicieron seguir a uno de ellos, muy
peludo y oscuro, que transportaba una caja llena de bocinas de coche antiguo.
Al fin llegamos a un sótano inmenso en el que todos iban depositando sus
objetos al lado de una gran tumba vacía. Estaba lleno de humo. Yo dejé mi
maceta con flores. Entonces apareció una niña muy bella y mucho más alta que
ellos, pero igual de ciega. Tocó mi frente con ternura y luego se acostó en la
tumba; todos los pequeños fumadores empezaron a señalarme con el dedo. Salí
corriendo, pero al llegar a mi casa no podía entrar. Nadie oía mis llamadas.
Anduve varios días por la ciudad. Estaba completamente desierta, oscura, como si no hubiera amanecido; la gente seguía durmiendo en sus casas. Todos
dormían, yo era el único que estaba despierto. Yo… y los hombres niños
atareados en trasladar cosas marcha atrás. Pasaban los días hasta que,
impávido, reconocí a mis padres en aquellos niños andando del revés. Lloré de desesperación, pero no me vieron ni oyeron, seguían su camino, indiferentes, absortos en su tarea. Luego
fueron amigos, conocidos, todos estaban disminuidos de tamaño, aniñados, casi
ciegos, pero reconocibles.
Hasta que un día los vi a todos formar una larguísima cola. Al final de ella, una extraña nave con forma triangular abría su puerta a cada niño o ser, o como quiera que se llamen los entes en que se había transformado la gente. Iban entrando, de uno en uno, cada cual agarrando algún objeto. Comprendí que eran cosas humanas que deseaban tener los extraterrestres. Deduje que la niña que viera en el sótano era la reina. Ahora, asomada al balcón de la gran nave, la sentía mirarme sólo a mí. Se había dado la vuelta, abriendo un enorme ojo oculto en su nuca, con el que me miró y parpadeó varias veces, despacio, a modo de tierna despedida. Grité. Me quedé yo solo. Yo solo como testigo de la invasión. Yo, aquí, ahora, con mi absurdo punzón, estoy grabando esto… ¿para quién?
Vago de aquí para allá. Todo el vacío planeta es mi loco, descomunal hogar…
Han pasado cuarenta años desde entonces, y mis lágrimas de soledad son ya humo espeso que no sale de mi alma. Cada día, como un cruel boomerang, me golpea la misma pregunta…: ¿Por
qué se fueron sin mí?”
***