EL MENHIR DE SOLEDAD
(Dedicado a Antonio Porpetta, poeta al que admiro)
Hacía
mucho tiempo que él no estaba allí.
Le pasaban informes, manaba el café y un rayo
de sol se deslizaba por los folios a la misma hora cada día. Se esparcían por
el aire, como polvo flotante, las palabras de la gente: “buenos días”, “hasta
mañana”, “¡Vaya frío!". Todo pasaba sobre él sin dejar la menor huella:
los etcéteras de la vida, los puntos suspensivos, las comas, las exclamaciones,
los colores de aquel tren metálico con sus humanos interrogantes dormidos. Llevaban, muy serios, sus maletines, sus bolsos, su importancia, y sus preocupaciones como papeles arrugados. No podía sentir todo aquello. Sí, "aquello" era
la palabra; él estaba tan lejos...; se hallaba en lo alto de una gran roca, en
mitad del mar.
Al encender el ordenador, oía una gaviota
pasando rasante sobre su cabeza. Al apagarlo, la luna dejaba caer una lágrima
fría sobre su cuerpo desnudo y aterido. Tenía miedo sobre aquella roca, pero no
podía bajarse de ella. Era una altísima roca, estrecha, sobre la que estaba de
pie, fijado como un liquen; envejeciendo ante la mirada inmisericorde de las
nubes. Condenado a la soledad.
Las olas azotaban la base de su anacrónico
menhir; el silencio se le iba introduciendo en el cuerpo hasta llenar sus venas
con la angustia de la espuma que se dejaba morir allá abajo.
Hacía tiempo que tenía esa visión superpuesta
allá donde ponía sus ojos. Estaba clavada en su interior como una realidad
paralela, como una sombra que le seguía. Vívida, real, le arañaba la vista y el
alma. Y aún empeoró más cuando, en una reunión de trabajo, contempló un inmenso mar lleno de menhires como el suyo. Y en
cada uno de ellos había de pie un hombre, una mujer, un niño, un perro, incluso
una oveja con los ojos asustados… Era terrible, porque ninguno, allá
arriba, lograba moverse más de un palmo
sobre la piedra. Algunos gritaban, otros dormían erguidos, otros rezaban, o
soñaban o emitían desamparadas melodías como granos de polen sin destino.
Eran... los solitarios engendrados por la vida. Ninguno miraba al otro, sabían
que era imposible comunicarse entre sí, ya que un viento estruendoso de
lamentos los envolvía cada vez que hablaban.
Al terminar aquella reunión, llegó de noche a
su casa, tan vacía y muerta como siempre. Miró por la ventana una calle sin
vehículos, desierta y amarilleada por farolas apocadas. El ruido del motor de
la nevera roía monótonamente el silencio. A través de la pared pudo escuchar
tintineo de cubiertos, toses, gritos de niños, risas y palabras locuaces y
entusiastas que se cruzaban entre sí. Las imaginaba cayendo como nieve dulce
sobre un mantel recién puesto. Aquellas voces parecían venir amortiguadas por
miles de kilómetros de tierra, de cemento, de murallas, de desiertos… Vida, lo
llamaban, fluyendo por sus cauces naturales, impasible y exuberante. Desde que
le seguía aquella visión de los menhires, su sangre, sus movimientos, sus
pulsaciones se volvían más y más terrosos, hasta el punto de que temía
petrificarse para siempre, haciéndose uno en aquel cuadro desolador.
Errático en su sentir, se le ocurrió bajar a
pasear. Comenzó a caerle una fina lluvia, serena y tímida. Sonrió. Se adhería a
su piel como se adhería a las farolas o a los árboles; sin dueño, indiferente. Sin saber porqué,
llevado por una fuerza ciega como la misma lluvia, se arrodilló sobre un
charco. Vio las gotitas hundirse en el agua y dibujar ondas que se expandían
hasta desaparecer. Allí se dejó caer, llorando como nunca lo había hecho, hasta
quedarse dormido.
Al amanecer, abrió los ojos. Un perfume
fuerte, rancio, plomizo, lo despertó. Le miraban unos ojos apagados y casi
desaparecidos bajo la tiranía de unas pestañas falsas. Le hablaron unos labios
manchados de carmín dibujados sobre un cutis agrietado, untado de crema y
tristeza.
La
mujer lo levantó. Penetró en los ojos de él tras mirarlo largamente como el que
reconoce a un hermano. Rozó su mano sin querer, notando que era casi de piedra,
como la suya.
Cuando él emitió la primera palabra, ella
sintió una leve conmoción en su corazón, una tibia ternura de río que encuentra
a otro río y se fusiona con él.
Sin darse cuenta, los dos habían conseguido
saltar al mar desde su altísimo menhir.
***
(Relato incluido en la propuesta juevera de Mónica)