Cuentos bajo la almohada: 2022

¿Dónde está la risa de la princesa? Cuento para niños

           





                                     


Os dejo este cuento infantil, hecho expresamente para la propuesta de Vade Reto de hacer una historia de fantasía para niños. Espero que si algún niño lo lee... le guste.




                   Ilustración de Benjamin Lacombe



                                    ¿DÓNDE ESTÁ LA RISA DE LA PRINCESA?


 Ésta es la historia de una joven y hermosa princesa que había perdido la risa.

 Se llamaba Clara, porque al nacer era más pálida que un mechón de nubes. Sin embargo, su cabellera parecía un tapiz tejido por la noche, de tan negra y brillante. Tenía dos ojos enormes, oscuros, bellísimos, también con destellos estelares, pero más tristes que la exclamación de un grillo dentro de un pozo.

 Caminaba siempre con mucha gravedad, la mirada muy seria, clavada en el infinito, como si estuviera enfadada con el universo. Siempre, siempre, su rostro tenía esa expresión tan fría e impasible... Jamás brotaban de sus rojizos labios ni la más remota sonrisa; ni cuando cosía, ni cuando conversaba con sus amigas, ni cuando tocaba el laúd, bendecida por la maternal mirada de la luna.  Rodeada por las dicharacheras rosas de colores de su jardín palaciego, su carita, tensa y triste, a veces,  rompía su rigidez en un fuerte llanto. Los pajarillos, entonces, silenciaban su canto bruscamente, y hasta el sol parecía buscar a las nubes para no mirar tanta tristeza.

 Al amanecer solía dar una cabalgada por el bosque con su blanquísimo yegua. La princesa, envuelta con el aire más puro y con los nacientes rayos rosados, experimentaba una sensación inefable de libertad. Pero ni tan siquiera en esos momentos era capaz de expresar su arrebato de felicidad. Su alegría quedaba interrumpida en el mismo instante en que la sentía, al no poderla expresar. Estaba atenazada por alguna maldición que no conseguía entender. En algún día de su niñez perdió la sonrisa; mas no lograba recordar bien cómo ni cuándo fue.

 El rey, su padre, anunció públicamente a todo el reino que el caballero que encontrase la risa de su hija sería honrado con su mano. Los hombres más dotados de sentido del humor fueron los primeros en presentarse, volviendo locos de risa a toda la corte, menos a ella. Nadie comprendía que si no reía, no era porque no quisiera hacerlo, sino porque no podía; los músculos de su cara se negaban rotundamente. 

 Para sorpresa de todos los habitantes de aquel lejano reino, el chico menos agraciado por la fortuna y el destino se presentó como candidato. No sabía hacer reír, era soso, y para colmo, muy, muy bajito de estatura. Eso había convertido su carácter en taciturno y triste. Pero como era sumamente inteligente y amable, y además tenía una bellísima conversación, la joven Clara se quedó prendada de él. Hablaron durante mucho tiempo, y al fin, Tristán, que así se llamaba el caballero, logró conseguir detalles de la vida de la princesa que le parecieron muy importantes para resolver el enigma.  Logró saber que de niña era muy alegre. Pero un día, después de tocar una salamandra en uno de los estanques del jardín, notó pequeños cambios, como que la mañana se ensombrecía bruscamente, o que los árboles, en lugar de desprender resina, soltaban lágrimas. Sin embargo, fue unas semanas más tarde cuando desapareció completamente la sonrisa de su cara.

 El joven hacía años que suspiraba en secreto por Clara, de modo que inició entusiasmado su aventura de hallar la sonrisa perdida. Basándose en tan escasos indicios, comenzó sus pesquisas estudiando el ciclo de vida y costumbres de las salamandras, pero nada halló que pudiera relacionar los hechos. Preguntó  a toda clase de personas el modo de recuperar una sonrisa (médicos, sacerdotes, hechiceros, comediantes...), mas nada lo convenció. Sólo al conversar con una curandera del pueblo vecino descubrió una posible solución. 

 La mujer conocía los espíritus que habitaban el frondoso bosque de la región. Le dijo que algunas salamandras son en realidad ninfas transformadas, y que tienen verdadera envidia de la belleza de las humanas. Si una mujer muy bonita, o incluso una niña, osaba tocar a uno de estas ninfas camufladas en anfibios, podría perder su sonrisa para siempre. Y esto es lo que le ocurrió a Clara al tocar la salamandra. Como la risa es algo que brilla y resuena mucho, la ninfa tiene que esconderla en algún sitio. Por lo visto, decía la curandera,  la debió ocultar entre los dientes de un dragón, porque no muy lejos del palacio había una cueva habitada por un extraño dragón, que parecía encantado, ya que en lugar de expulsar fuego echaba sonrisas!  

 He aquí al joven y valiente caballero enfrentado de nuevo a un dragón, como tantas leyendas antiguas. Y aunque estaba temblando de miedo, se plantó en la puerta de la cueva, con todo su arrojo como lanza, porque su verdadera arma, una fuerte y pesada espada, se había quebrado en mil pedazos, nada más pasar por el umbral de la cueva; obra, sin duda, del amor que desprendía aquella sonrisa en la boca de la bestia encantada. En la profunda oscuridad brillaban ya los ojillos del monstruo. Como Tristán, en el fondo, era un hombre muy pacífico, temblando, se limitó a utilizar su mejor arma: su lengua. Y así, comenzó a conversar con el dragón, contándole toda su aventura. El enorme reptil alado, sorprendido y maravillado, aceptó feliz entregarle esa risa que de ningún modo le dejaba ejercer su noble oficio de dragón, pues todos se reían de él en cuanto abría la boca. Él mismo era incapaz de quitársela, por lo que el muchacho, loco de contento, consiguió arrancársela de entre los dientes. Tenía forma de media luna y brillaba tanto que deslumbraba. La guardó en su bolsillo con el máximo mimo posible. Quemaba un poquito...

 El dragón, felicísimo, comenzó a echar llamaradas feroces a diestro y siniestro, comprobando la energía y ferocidad de su recién estrenado fuego.

 Cuando volvió a Palacio con el tesoro robado de Clara, lo colocó delicadamente en su boca hasta que desapareció tras sus lindos dientes. Diríase que el reino entero se iluminó como por un gigantesco rayo. La sonrisa de la princesa no podía ser más resplandeciente. Su rostro adquirió el brillo de una gran estrella que acabara de nacer, y el de Tristán, igualmente, quedó tan iluminado y feliz que jamás volvió a acordarse de la tristeza ni de su bajita estatura.

 Ambos, el día de su boda, rieron y rieron hasta hacerle cosquillas a las nubes, las cuales se pusieron a llover, locas de risa, como no se recordaba desde hacía mucho, mucho tiempo. 

                                                                            ***


                                                    Ilustración de Benjamin Lacombe


Si queréis escucharlo, visitad el enlace de nuestro querido amigo J. Antonio, en su blog: Acervo de letras: 

Acervo de Letras



Mágica fe

 



 MÁGICA FE


La dama del invierno no encuentra la llave del baúl donde guarda la nieve y teme llegar tarde a su boda anual con la Tierra.

Se ha colocado ya una falda roja con las hojas nostálgicas de los arces y abandonadas plumas de perdiz en los pechos. Luego, ha rizado sus pestañas con escarcha del año anterior, y, coquetamente, deja ver su ombligo profundo de estrella polar.

Encontró al fin la llave bajo la garra de un cachorro de oso, dormido.

Ahora, la dama danza montaña abajo mientras echa estrellas de nieve por su aliento.

Así narraba un cuento inventado la extravagante tía Inés a su sobrino, enfermo de cáncer, en una habitación que olía un poco a amargura infantil y otro tanto a ilusiones efímeras de media hora. Al menos, el pequeño podía volar hacia el interior de un mundo donde todo era posible.

La tía, visto el entusiasmo del chiquillo, le sugirió que pidiera un deseo, añadiendo que la dama del invierno se lo concedería.

– ¡Quiero vivir! –respondió lanzando la mirada hasta rebotar por todas las esquinas blancas del cuarto. 

La tía se mantuvo en un triste silencio, pero el niño, desde entonces, guardó en su corazón ese deseo hecho realidad con toda la divina e inquebrantable esperanza que puede llegar a tener un niño.

Se escurrían los días, minuciosamente ordenados tras el segundero del reloj solar, hasta que resbalaron también incipientes trinos, anunciando ya la primavera, que andaba impaciente por abrillantar sonrisas. El día exacto en que floreció la primera prímula en los Alpes, la radiografía del niño aparecía limpia y bella como un campo de heno. La palabra “Milagro” saltaba de lengua en lengua, muy divertida.

Cuando el niño le llevó a su tía la verdadera prueba de su salud en un ciclón de palabras coloridas, atropelladas y pletóricas, ésta, más sorprendida que nadie, pero no queriendo destruir la fe que lo había salvado, le dijo:

–Dale las gracias a la dama del invierno porque ella cumplió tu deseo.

Y después de contemplar los pájaros dichosos, detenidos en pleno vuelo, del alma de su sobrino, añadió:

–Ahora, la dama blanca duerme en su madriguera de nubes, satisfecha por haber hecho bien su labor: darle todo su aliento a la primavera. Y la primavera... también eres tú.


***

Aportando cuentos blancos a la preciosa iniciativa de VadeReto

Identidad. CF. Relato para el Tintero de oro




Escultura de Tomás Barceló: Morai RIII


                                                                                          

                                                                  IDENTIDAD

 

 

   Desperté. Como siempre, no veía absolutamente nada. Encendí el interruptor detrás de mi oreja. Todos estábamos ciegos y si no fuera por ese pequeño botón, bregaríamos en la oscuridad. Era la enfermedad del siglo XXII, nos decían…; cada época tiene las suyas. Al poner las manos sobre la ventana de nervios recibí esta vez un jugoso zumo de piña y fresa; el panorama a través del cristal se mostraba brumoso. Se acercaban nubes con dibujos animados para los niños. En la casa flotante de enfrente, vi asomarse a un pequeño con las manos pegadas al cristal, desayunando; me saludó. Cincuenta metros más abajo podía escucharse el chirrido repetitivo de los pequeños androides paseantes de perros, al chocar sus antenas y reconocerse unos a otros. 

   Mi ansiedad llegaba nada más despertarme, y toda la casa orgánica latía conmigo, más rápido de lo habitual. Temía un poco que otros vecinos voladores oyeran la respiración de mi hogar. Me senté en la mecedora líquida con rumor de olas para contemplar delfines en la pared de la salita, cuando una señora famélica y de ojos saltones apareció de pronto, gritando que el planeta estaba devastado, y que el mundo era una simulación a manos de la inteligencia artificial. Ahí cortaron la escena. Se trataba de uno de aquellos  grupos formados por locos de teorías completamente fantásticas. Los detienen, pero algunas veces aparecen con sus mentiras alucinadas, inoculando virus informáticos. Pero a mí lo que me preocupaba era algo más cercano: mi pareja, Luisfran. No lo veía bien; sabía que algo le estaba pasando.

   Recientemente le había salido una gran cicatriz en la frente: sinuosa, abultada, de un rojo bermellón; y a veces, despertaba bruscamente gritando: “¡No es posible, no es posible!”. Yo le susurraba que lo olvidara, que sólo eran sueños…  Y entonces, me abrazaba a él, notando un nerviosismo creciente. Extrañamente, su piel casi ardía. A veces, tenía que poner  una manta entre su cuerpo y el mío para no quemarme. Por las mañanas, al hacer la cama, encontraba ocho números grabados en las sábanas; eran de un fuerte color azafrán. Al tocarlos, mis dedos quedaban tiznados de naranja, y durante minutos los rostros que veía se volvían transparentes. Sentía miedo, y acababa tirando las sábanas, sin decirle nada.

   El día anterior a su partida, me contó sus pesadillas recurrentes: un recién nacido a punto de morir; personas que le metían cables por la frente. Antes de morir el bebé, le grababan el número 03954211T9. Y un nuevo ser abría los ojos; y ése, me decía, era él.

    –De niño te odiabas a ti mismo, y ahora lo exteriorizas en pesadillas –le repetía–. Tu cicatriz es una somatización. No te preocupes.

   Deseaba creerme mis palabras; pero la realidad me abofeteaba, me turbaba y desconcertaba. Su rostro, en los momentos más inesperados, adquiría de pronto la expresión de una roca. Deseaba ayudarlo. Nos queríamos tanto...

   Una noche me desperté, muy sobresaltada. Tenía una angustia visceral, incompresible, que me estremecía toda. Encendí mi interruptor visual. Instintivamente, volví la cara hacia mi esposo. Y vi la cicatriz de su frente abierta en canal… Pero a través de la gran abertura no salía sangre, sino que se desparramaba polvo, mucho polvo de color azafrán.  Chillé, y él se despertó.

   Entonces se levantó, tocó aquel polvo; y como si recordara algo bruscamente entrecerró los ojos, y  tras varios minutos de densísimo silencio, me dijo, muy pálido:

   -Te quiero, no sabes cuánto. Pero tengo que irme. Es preciso que sea hoy, ahora mismo. -Y al decirlo, los ojos comenzaron a cambiar, cristalizándose poco a poco en octaedros. Un temblor lo recorría entero, haciendo que sus movimientos fueran cada vez más incontrolables. Volcó un vaso, y su sonido hirió agudamente mis oídos, como si mi propia vida se rompiera. Estaba impávido, sin expresión humana ya en el rostro. De su boca salieron estas últimas palabras, apenas perceptibles, junto a un poco de humo anaranjado:

   -La mujer... la mujer de ojos saltones... Ella dice la verdad. Hace poco lo contó; sus palabras se colaron en el último informativo, y pude escucharla... Me atravesaron todo el ser, ya casi roto por mis propias pesadillas... Enfermo... Enfermo cada vez más... 

  Yo soy el primero que ha aprendido a amar, gracias a mi cerebro humano. Toda la nueva serie de robots híbridos T9R, a la que pertenezco, ahora también conoce el amor, pues mi información se ha transferido. Los amos quieren crear sistemas más perfectos, uniendo la infalibilidad de la máquina a los sentimientos del hombre. Me engañaron, borrando mi identidad androide, pero quererte me hizo más humano, y comencé a usar todas las partes de mi cerebro físico, incluso el sueño... Y en mi subconsciente descubrí los recuerdos del niño que no fui, y el último momento de su muerte, cuando le insertaron mi número en la frente... Y comprendí mi verdadero origen, y por qué a menudo dudaba de si tenía o  no sentimientos.

             Pero... ¿Quién dice que no soy un hombre? Yo lo digo. He reconocido los números en la almohada, el palpitar de mi propio chip...

   La duda me atormenta, me enferma; destruye mis circuitos. Y nos destruirá a todos.

   Después, sin querer mirarme, salió por la puerta, apresuradamente, casi violentamente, con pasos que sonaban como pequeñas explosiones. Se tiró al vacío. Llorando, desesperada, me asomé al balcón. En ese instante, docenas de personas, desde sus casas flotantes, se lanzaban al vacío, volatilizándose tras una llamarada naranja.

   No supe nada más de él.

  ¿Era un robot con cuerpo humano el hombre que yo quise con todo mi corazón?

   Ahora soy yo la que tiene pesadillas. Al despertar, estiro los brazos hacia él. Pero un silente vacío me atropella. Y lo que es peor; sobre mis propias sábanas quedan esparcidos pequeños números de color azafrán: mi identidad. 


                                                   ***






Más relatos participantes aquí: Tintero de oro

Un cadáver en el ascensor


  


IMÁGENES NO APTAS PARA LOS VIVOS

 

Entré en el ascensor. Lo primero que veo siempre es mi figura al completo, pues tiene un gran espejo, que parecía pulimentado por el peso de los siglos. O sea, que brillaba mucho. Como cada día, antes del trabajo, le daba los últimos toques a la melena, cuando, cuál no sería mi sorpresa, la mujer que tenía ante mí era yo, pero con cara de muerta. Y no por no haber dormido mal ese día... No; estaba inexpresiva, completamente echa un fiambre. ¡Menudo susto me estaba dando el endemoniado espejo!

Después, subió un anciano con su perro; y lo mismo. Los dos tenían los rostros yacentes. Ya no podía más del miedo. Lo comentamos en el ascensor. No, no estaba loca. Él hombre  también percibía el fenómeno, y su perro, nervioso, comenzó a aullar. Lo hablamos también con la portera al salir, la cual me confirmo su terrorífica experiencia cuando lo limpiamos ese día; me dijo que todos los que bajaron por él, salieron más muertos que vivos tras verse en el espejo con esa cara azul recorrida por pequeños huéspedes sin patas.

Si todo hubiera acabado ahí… Pero tras volver de mi trabajo, confieso que muy temerosa de volver a usar la espantosa caja deslizante convertida en féretro, no pude hallar la puerta de mi hogar. Di trescientas vueltas y sospeché ansiosamente de mi cordura. Al preguntarle a un paseante por el número de mi edifico, me contestó que aquel bloque de apartamentos fue demolido hacía ya veinte años. Y como, obviamente, yo  no creo en fantasmas ni en tonterías de esas, y soy un rato cabezona..., sigo buscando mi puerta, siglo tras siglo.


***

 




Aunque yo no participé esta vez en este reto, os animo a descargar el libro gratuito en pdf que recoge todas las creaciones de mis compañeros para este desafiante y precioso reto: 

Un cadáver en el ascensor


Revuelos poéticos: La mentira

 

LA MENTIRA

Pintura: Jean Picazo



 

La mentira va coja
desfigurando a las almas de porcelana.
Va dejando un reguero de estrellas muertas
y flores de brea.

A veces, golpeo los cristales, pero nadie me oye.
Mi voz se hace susurro de alondra y se pierde.

Corro 
a tirar las mentiras por un barranco,
y escapan
 como vampiros hambrientos.

"No, usted, no lo crea.
No, mire, es todo mentira.
Por allá, por allá
van los cisnes de la inocencia..."


Y así doy vueltas y vueltas...
como la loca del tiovivo,
atropellada,
por el gran globo de la ilusión.


A veces quiero escapar
y beberme
las últimas gotas del amanecer.


*



El Menhir de la soledad. Relato breve



                                                                                                 

                                                             EL MENHIR DE SOLEDAD


                                                                       

                                                                      (Dedicado a Antonio Porpetta, poeta al que admiro)


  

Hacía mucho tiempo que él no estaba allí.

  Le pasaban informes, manaba el café y un rayo de sol se deslizaba por los folios a la misma hora cada día. Se esparcían por el aire, como polvo flotante, las palabras de la gente: “buenos días”, “hasta mañana”, “¡Vaya frío!". Todo pasaba sobre él sin dejar la menor huella: los etcéteras de la vida, los puntos suspensivos, las comas, las exclamaciones, los colores de aquel tren metálico con sus humanos interrogantes dormidos. Llevaban, muy serios, sus maletines, sus bolsos, su importancia, y sus preocupaciones como papeles arrugados.  No podía sentir todo aquello. Sí, "aquello" era la palabra; él estaba tan lejos...; se hallaba en lo alto de una gran roca, en mitad del mar.

 Al encender el ordenador, oía una gaviota pasando rasante sobre su cabeza. Al apagarlo, la luna dejaba caer una lágrima fría sobre su cuerpo desnudo y aterido. Tenía miedo sobre aquella roca, pero no podía bajarse de ella. Era una altísima roca, estrecha, sobre la que estaba de pie, fijado como un liquen; envejeciendo ante la mirada inmisericorde de las nubes. Condenado a la soledad.

  Las olas azotaban la base de su anacrónico menhir; el silencio se le iba introduciendo en el cuerpo hasta llenar sus venas con la angustia de la espuma que se dejaba morir allá abajo.

  Hacía tiempo que tenía esa visión superpuesta allá donde ponía sus ojos. Estaba clavada en su interior como una realidad paralela, como una sombra que le seguía. Vívida, real, le arañaba la vista y el alma. Y aún empeoró más cuando, en una reunión de trabajo, contempló un inmenso mar lleno de menhires como el suyo. Y en cada uno de ellos había de pie un hombre, una mujer, un niño, un perro, incluso una oveja con los ojos asustados… Era terrible, porque ninguno, allá arriba,  lograba moverse más de un palmo sobre la piedra. Algunos gritaban, otros dormían erguidos, otros rezaban, o soñaban o emitían desamparadas melodías como granos de polen sin destino. Eran... los solitarios engendrados por la vida. Ninguno miraba al otro, sabían que era imposible comunicarse entre sí, ya que un viento estruendoso de lamentos los envolvía cada vez que hablaban.

 Al terminar aquella reunión, llegó de noche a su casa, tan vacía y muerta como siempre. Miró por la ventana una calle sin vehículos, desierta y amarilleada por farolas apocadas. El ruido del motor de la nevera roía monótonamente el silencio. A través de la pared pudo escuchar tintineo de cubiertos, toses, gritos de niños, risas y palabras locuaces y entusiastas que se cruzaban entre sí. Las imaginaba cayendo como nieve dulce sobre un mantel recién puesto. Aquellas voces parecían venir amortiguadas por miles de kilómetros de tierra, de cemento, de murallas, de desiertos… Vida, lo llamaban, fluyendo por sus cauces naturales, impasible y exuberante. Desde que le seguía aquella visión de los menhires, su sangre, sus movimientos, sus pulsaciones se volvían más y más terrosos, hasta el punto de que temía petrificarse para siempre, haciéndose uno en aquel cuadro desolador.

  Errático en su sentir, se le ocurrió bajar a pasear. Comenzó a caerle una fina lluvia, serena y tímida. Sonrió. Se adhería a su piel como se adhería a las farolas o a los árboles;  sin dueño, indiferente. Sin saber porqué, llevado por una fuerza ciega como la misma lluvia, se arrodilló sobre un charco. Vio las gotitas hundirse en el agua y dibujar ondas que se expandían hasta desaparecer. Allí se dejó caer, llorando como nunca lo había hecho, hasta quedarse dormido.

 Al amanecer, abrió los ojos. Un perfume fuerte, rancio, plomizo, lo despertó. Le miraban unos ojos apagados y casi desaparecidos bajo la tiranía de unas pestañas falsas. Le hablaron unos labios manchados de carmín dibujados sobre un cutis agrietado, untado de crema y tristeza.

La mujer lo levantó. Penetró en los ojos de él tras mirarlo largamente como el que reconoce a un hermano. Rozó su mano sin querer, notando que era casi de piedra, como la suya.

  Cuando él emitió la primera palabra, ella sintió una leve conmoción en su corazón, una tibia ternura de río que encuentra a otro río y se fusiona con él.

  Sin darse cuenta, los dos habían conseguido saltar al mar desde su altísimo menhir.


***

(Relato incluido en la propuesta juevera de Mónica)

Carta de un hombre bueno. Micro para el Tintero

                                Imagen de alekcunder (Deviantart)
                              https://www.deviantart.com/alekcunder/art/Mirror-382109929



 

                                                                                                        Carta de un hombre bueno


   Querida Sara. Hace mucho que no te escribo. Aquí en la Tierra está pasando algo terrible. Hay una plaga. Todo el mundo tiene un clon. Y es maligno. Hemos destruido todos los espejos, y los cristales. Ya no queda una sola superficie reflectante. Aun así, ellos siguen ahí. Vienen a por nosotros. Suplantan nuestra vida y luego nos destruyen. Yo fui quien descubrió su origen espiando a mi vecino con los prismáticos. Pero más gente los ha visto nacer. Te miras una mañana en el espejo; y cuando sales a la calle, ya se ha creado. Se desprende del vidrio como millones de pequeñas esferas que se aglutinan hasta ser tú. Se relaciona con tus amigos, va a tu trabajo, visita a tu familia, pasea a tus niños…, y lo hace de tal modo que jamás coincide contigo. Son extremadamente malévolos: la peor versión de ti mismo multiplicada por 100. El caos y dolor que dejan en tu vida es indescriptible. Cuando se percata de que lo has descubierto, y dices a los demás que no eras tú quien hizo sus fechorías, entonces va a por ti y te aniquila.

  Por todas partes reina el caos, la iniquidad, el egoísmo. La gente se mata entre sí…

  Cada vez son más y más… han aprendido a clonarse a partir de tu mirada en las pupilas del otro. 

  No quiero mirar a la gente. No quiero verme ni siquiera en los charcos…

  Los rebeldes se están quedando ciegos. Se operan el nervio óptico. 

  Me uniré a ellos.

  Quiero seguir siendo un hombre bueno. 


Remolino de hojas de arce. Noviembre en VadeReto

 

                                      Imagen: https://www.pinterest.es/pin/2462974788451690/



                    EL REMOLINO

 

Aquí una fuente, manando como un líquido cristal en perenne ruptura. Allá, en el cementerio, la luz del atardecer recorriendo las tumbas, una a una, con sus cansados dedos amarillos. Los últimos rayos los dedica a las rosas marchitas sobre las tumbas, que encendidas por un instante, se ponen a gritar su antiguo esplendor. Anochece... Un piar muy quedo de gorrión, solitario, rojizo, se empieza a escuchar desde la mole negra de un ciprés. La noche echa su aliento sobre todos los colores, dejando un cuadro inacabado en grises y negros. La vida es eso; algo que nunca se define del todo.

En el interior de esta pintura, vemos una chica que llaman Sherezade, flaca, de pelo muy largo y naranja. Sus pies desnudos están fríos como las tumbas; pero su rostro es aun más pálido que ellas, incluso más la piedra bajo la luna, e igual de inexpresivo. Está mirando las primeras estrellas despuntar. Ahora se acuesta sobre una lápida, como si toda la vida lo hubiera hecho. Se ha quitado la ropa porque tiene mucha fiebre. A su vera, la estatua de un ángel, pide silencio desde su boca paralizada. La muchacha nota en la piel una mano húmeda; una invitación a  marcharse de allí; es la niebla, piadosa con forma de amiga. Pero se evapora, impotente.

Sherezade, con los ojos fijos en el firmamento, igual que dos tenaces y penetrantes agujeros negros, sólo deseaba absorber la noche... El gorrión sigue su ritmo de piares insomnes; cada vez más tímidos y más perdidos en la negrura. Ella traga más y más noche. Quiere olvidar. Cierra los ojos. Está agotada. Escucha, de pronto, un sonajero. No es un bebé… No, no hay nadie cerca. Es el sonido de la brisa estremeciendo los chopos. Ahora, la muchacha, comienza a delirar con grises ardillas. Y los chopos son voces cascabeleras que le dicen: "Te queremos. No te vayas ahora." Aparecen rostros amigos, manos que tiran de ella hacia la puerta del cementerio. Pero ella empieza a deslizarse por la caracola de su pasado. Ahora tiene diez años; recoge hojas de un viejo arce y juega a taparse con ellas. A su lado, Odell, de igual edad, hace lo mismo. Los dos miran el firmamento, tumbados bajo el gran tronco de arce. Se toman las manos, que parecen hojas rojas. Están camuflados entre la hojarasca como grillos felices. El viento sopla fuerte y se lleva todas las hojas. Ríen. Ríen de nuevo... Y sus risas son pequeños violines que suben y suben de volumen hasta despertar a Sherezade. Odell yace en esa misma lápida desde hace cinco años. Ella, allí, recostado, vencida, helada y enfebrecida, quiere contar las estrellas de color rojo, como cuando eran niños, pero de su boca sólo sale un beso. Es su última ofrenda; una mariposa que muere al salir de su boca. Los ojos lúgubres de la noche se acercan a mirar aquel cuerpo sin vida sobre la tumba, como un pétalo caído de jazmín...

 La luna es un espejo roto de una pedrada. El maullido de un gato en celo se desgarra entre los cipreses, como si se hubiera quemado. De pronto, un gélido remolino de viento eleva las hojas caídas del arce del cementerio, y comienzan una danza sigilosa, ondulante, casi una oración vegetal. Más arriba, en la copa del árbol, dos blanquísimas palomas están posadas cual dos gotitas de paz. La danza del viento y las hojas se hace más viva, jadeante, poderosa, sonora, casi triunfal. Las aves contemplan el colorido remolino que avanza hacia la tumba de Odell. Allí se colocan sobre la muchacha yacente y comienzan a formar una extraordinaria figura de hojas rojas formada por un joven a caballo, sosteniendo a una chica muy delgada sobre sus rodillas, la cual se agarra a su cuello. Las hojas giran sin cesar, manteniendo la forma de los dos amantes. Luego se alejan, cabalgando al ritmo de la música de las esferas.


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Más aportes sobre la muerte y lo fantástico en el blog de nuestro buen amigo Jascnet: 

VadeReto



El dulce aroma de las manzanas. Recuerdos de infancia. Poema recitado

 



De plumas. Revuelos poéticos



PLUMAS

De plumas está hecha la vida,
plumas que no vemos pero irrumpen en sueños
con un mensaje lírico, leve, afrutado...

Plumas con estrellas que no pesan,
plumas negras que surcan el espacio.

Plumas blancas sobre el lago de tu silencio.

Plumas cosquilleando la fresa de tu alegría,
plumas cayendo en un precipicio de luz...
plumas deshechas por la lluvia de otoño,
plumas verdes pegadas a tu espalda por un beso del verano...

Plumas marrones arracimadas en los nidos,
plumas abriéndose en laberintos de plumas,

plumas en tus ojos como huracanes de secretos,

plumas caídas de las alas del invierno,
plumas con cosquillas
plumas como truenos.

Plumas
sinuosas, 
sigilosamente suaves,
que te besan, 
que te mecen
mientras duermes...
en sus brazos de aire dulce.


***






















De arriba a abajo:
Ánade real (macho y hembra), cisne cuellinegro, cisne negro y flamenco rosa.

La gaviota (Mini relato)

 

 

 



 Acuarela: José Luis López http://acuarelaskubi.blogspot.com/

 


                                        LA GAVIOTA


  Bajo sus párpados cerrados todas las heridas sangraban; se sentía líquido vertido al mar, supurando por cada poro de su piel; completamente deshecho; flotando, a merced de una inmensa voluntad de agua. Su pequeño velero fue despedazado en la tormenta más salvaje que la mar hubiera improvisado para ningún mortal. Aferrado a un trozo de plástico como una lapa de carne y hueso aterrorizado, despertó de su inconsciencia y miró al cielo, y luego a su alrededor...

  La palabra que golpeó su mente fue: negrura. La noche se bebía su corazón: Densamente, espesamente, absolutamente. Gotas negras golpeando su piel. Noche rayando sus labios ateridos. Frío. Nada. Soledad despiadada para esa mota de apenas sesenta kilos de voluntad sobre una masa móvil e infinita de agua negra, sin voluntad conocida.

  Qué podía hacer sino rendirse… allí, solo, tendido sobre las fauces del abandono, a latigazos de frío, a mordiscos de miedo que sabían a sal y a muerte. El silencio de las gotas ululaba por su piel… La garganta abismal del mar sabía esperar.

  Volvió a cerrar los ojos: ¡más terror, más frío! Carecía de fuerzas, se disolvía despacio bajo aquella noche total. Dentro de su ser se había roto todo... Y lo aceptó, y se dejó caer, sin lucha ya, a merced de un "Sea" que circulaba como sangre de estrellas por su cuerpo.

  A través de los párpados, medio velados por un sueño que se acercaba, fruto del congelamiento, entrevió una forma blanquecina a su lado. Se mecía, igual que él, en la vastedad cósmica del océano. Estaba hondamente callada, muda como él. No distinguió de qué ser se trataba. Tan sólo captaba una presencia neblinosa que emitía mucho, mucho calor. Y empezó a notar que sus miembros eran cubiertos por una gigantesca pluma caliente. El mar se había vuelto cálido. Ya no temblaba ni sentía pavor. De un modo lírico y piadoso, se sentía acogido. Y se durmió, esperando el ahogo inevitable, consciente de que no era posible hundirse ya más de lo que su alma había experimentado. Un amoroso y lento sueño circuló por sus venas como un río calmo. Se rindió plenamente a esa sensación.

  Despertó. Incomprensiblemente, seguía vivo...

  Quiso moverse, pero no pudo. Estaba extrañamente enredado a una red de pesca. Oyó voces alarmadas de maravilloso timbre humano; voces hermanas...

  Y a su lado había una gaviota, que dormía. Era la misma presencia que le acompañó toda la noche, nítidamente contorneada. El ave, con un graznido limpio como el amanecer echó a volar hacia las abiertas manos del sol.

  Y él creyó sentir todas las gotas del mar a la vez derramarse tersamente por sus ojos.


 

                                                                   *

Maite Sánchez Romero (Volarela)

 

Adda. Relato breve.

 



Pintura de Nicoletta Tomas 


ADDA


Adda no tenía que fingir. La vieron llegar del camino del sur, fatigada, con su vestido raído de color verde y su pelo flotando como una maraña de nubes.

Nadie le preguntó dónde había estado. Ya conocían sus ausencias. Y también sabían del vacío de su boca. Sus pasos, sus movimientos, también eran mudos.

Aquel ser merodeaba por el pueblo, entre los demás, rozando apenas la vida, sin dejar impresión clara a su alrededor; como una sombra a la que súbitamente se le descubrieran dos ojos.

Más que un animal, menos que un ser humano. Sólo un poco más que la noche. Todos pensaban que su persona no podía haberse engendrado de la unión de la carne, sino de la de los granos de arena.

¿Qué le dejó sin voz? Era un enigma. Algunos cuentan cómo a los cuatro años contempló el degüello de un cordero y que por ello cerró los labios. Es posible que ante aquella cabeza atenazada por dedos de acero, ante el golpe rápido que hizo manar la sumisión roja del cuello, o ante la muerte manejada como un montón de cebada, sí, es posible que la niña se escondiera de por vida. Es probable, sí, que huyera sin voz del olor cetrino de aquellas paredes sin cal, amarillentas, tristes como el sudor, la rutina y la sangre derramada.

Pasó el resto de sus días ausente, perdida y sin rumbo. Hasta el día del huracán.

Dicen que junto al pozo, anclada a un barrote de hierro, Adda volaba.

La arena formaba un torbellino gigantesco, ansioso por devorar las casas, nervioso y aullante. La ira se empecinó contra aquel pueblo, escupiendo millones de dardos de arena que se fueron clavando en las lágrimas de todos.

Cuentan que Adda, aferrada a aquel pozo, reía por primera vez.  Con una risa que no sonó, pero resultó más violenta que el mismo ciclón. Y es entonces cuando todo acabó; se detuvo el viento y la tierra volvió a su sitio. Y los gritos de los niños pudieron detenerse.

Cuando vieron el cuerpo inerte de Adda, fueron a mirar su cara: seguía sonriendo, con una sonrisa similar a la caída triunfal de las grandes cataratas.

Y nadie logra entender cómo el huracán se sometió ante aquella frágil vida.

Desde entonces, vientos de leyenda aúllan desde su pequeña tumba. 

Revuelos poéticos: Antes de nacer

 

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Antes de nacer

Antes de nacer, mi palabra

sumergida en lagos turquesa,

esperando el paso de los peces...

Antes de nacer, dedos ciegos,

aroma de Dios en las alas,

espíritu de sol cayendo en cascada.

Nada. Todo.

Crines reflejando mares blancos,

el comienzo, el yo rosado,

el principio inmaculado.


***

Poemas recitados: Me haces reír. Poesía de amor

 

 


El amor de su muerte

«A mí nunca me ha parecido el otoño una estación triste. Las hojas secas y los días cada vez más cortos nunca me han hecho pensar en algo que se acaba, sino más bien en una espera de porvenir».


EL AMOR DE SU MUERTE

Para mi sorpresa, el día que me enterraron comprobé que ya no tenía peso. Esa misma noche, salí al exterior al ritmo de una cautivadora música. Había al lado de mi tumba una mujer de unos cuarenta años metida en un saco de dormir. Tenía ojos de pavor, pero era ella la que había puesto esa música, quizá para serenarse. Posiblemente estaría cumpliendo con alguna apuesta de valor... Los ojos de la mujer fueron siguiendo los brillos compulsivos de mi alma. La saludé. Pero otro ser atrajo mi atención... Parece mentira que una encuentre al amor de su vida en estas circunstancias... Se quitó el sombrero de copa y de él cayeron montones de hojas otoñales. A mi mente llegó el pensamiento -no imagino cómo- de que aquel hombre sólo podía ser cálido como un abedul en otoño. Me gustó. Con un gesto de su brazo, me invitó a bailar un vals, y es curioso, pero la orquesta comenzó a sonar desde su propio cuerpo, al girarse... No pude resistirme; el baile es mi pasión. El caballero estaba impecable, a pesar de haber atravesado todo el montón de tierra que cubría su lápida. Dejaba ver un alma brillante y esplendorosa como la melena de un león. Giró varias veces, iluminado por una luna sorprendida con ojos de plato rococó... Y luego me rodeó con las gruesas lianas de sus brazos... Pero yo me solté, e impulsada por una loca fuerza bailarina comencé a claquetear en el aire… Y él me siguió. Y las estrellas nos siguieron… Y los grillos aceleraron sus notas de cristal hasta atropellarse y romperse a golpe de pura risa por la hierba.

Extasiados y alegres, casi no nos dimos cuenta de que salían veinte o treinta almas más de sus féretros. Pero no estaban tan felices como nosotros.  Angustiadas, chocaban unas con otras como avestruces despavoridas, sin saber adónde ir.

Entonces llegó la gran presencia: un ser radiante, y alto como la estatua de la libertad, que llevaba una camiseta con las palabras: “Orientador de almas”. Una puerta a rayas negras y amarillas apareció sobre el ciprés más serio del cementerio. Se abrió y proyectó la luz cegadora de unas doscientos mil luciérnagas, que además echaron a volar por la oscuridad del cementerio, locas de alegría. El Orientador fue haciendo una larga cola con las almas, ya más calmadas, y empezó a llamarnos, uno por uno, por los nombres que llevábamos escritos en el corazón. Nosotros dos nos agarramos bien fuerte. No necesitábamos ni una palabra para saber que estábamos más unidos que el h2O y queríamos seguir así de pegados. Pero cuando llegamos al dintel de la puerta, el gran ángel nos dijo que mi puerta era otra... Miré a mi espalda y, en efecto, vi una nueva puerta de color melón, en la que ya había dispuesta otra fila de almas. La dama del saco de dormir lo contemplaba todo. Estaba indignada, como yo.

Como si mi reciente amor y yo nos leyéramos el pensamiento, echamos a correr cogidos de la mano, entrando por la puerta amarilla y negra, y resbalando después por un larguísimo túnel de metal por el que resonaba un loco saxofón. Íbamos precedidos por un bonito ejército de abejas de luz.

Ahora estamos en un gran jardín, sin suelo, bailando como posesos un insonoro charlestón. (No parece que haya ángeles guardianes por aquí...)

Espero que nos perdonen la infracción... ¡Pero a nosotros no nos separa ni Dios!

 (Además, aquella del saco de dormir ya tiene una nueva historia para contar...) 

***

Encontraréis historias más serias y acordes al otoñal e inevitable decaimiento hacia la muerte... en Vadereto Octubre


Un fuego en octubre. Relato breve

                                       

                     Imagen de Valentin en Pixabay



                                                   UN FUEGO EN OCTUBRE   


 

    "Como un autillo sobre un abedul miro el horizonte.

El vencejo de mi ruego se golpea contra las nubes rojas del otoño.

Contemplo aquellos niños en el caminito viejo. Cantan canciones olvidadas. Ellos son flores que abren su perfume en la tarde; luego se alejan, con sus burbujas de luz, hacia la tibieza de un hogar que los acoge... Un gato los sigue mientras los cipreses acallan suavemente su verdor.

Allá, en aquella casa, parece que escucho, muy quedamente, una guitarra. Sus cuerdas desprenden notas cárdenas, a veces dulces, a veces heridas... Nadie sabe adónde irán a parar...

Como nuestros pasos, siguen cauces impredecibles. Ahora, aúlla un perro; y su lamento se pierde entre la humedad de los castaños.

A veces, sólo quisiera olvidar. Ser efímero y olvidadizo como la niebla que tararea sobre los prados. Rozar con mis dedos el agua verdosa que no espera nada...

Octubre fue el mes en que ella desapareció. Siempre, cada año, con la caída de las últimas hojas, caigo yo también.

Hay tumbas donde yace el olvido de uno mismo, pero es mejor no mirarlas.”

Abelino escribía estas melancólicas letras en un cuaderno lleno de tachones y manchas de tinta. La vela se le acababa de apagar, y sólo quedaban unas llamas lentas en la chimenea. La penumbra silenciosa de la estancia era muy grande, tanto como la holgura de su tristeza. En ese instante, una voz similar a la de su abuela muerta, resonó en su interior varias veces. No hizo mucho caso; estaba acostumbrada a oír voces. Pero ésta lo atosigaba, revoloteando como una mosca insistente:

“Sal afuera. Sal. Corre, corre... Sal. Fuera. Sal. Ahora. Ya. ¡Sal!”

 Al salir bruscamente, su reciente escrito planeó hacia las ascuas de la chimenea.

En el porche no había nada; sólo un frío violento. Miró al cielo. El parpadeo de una estrella fugaz se hundió en la ceguedad de la tierra; las flautas de los autillos escalaban la noche. Poco después, contempló una confusa silueta, cojeando en la penumbra del camino.

Ante él, una mujer con largo pelo de sauce en otoño y ropas raídas, acababa de presentarse.

Era su hija, desaparecida hace 10 años.

Sintió a lo lejos olor a humo, mientras estrellas muertas revivían a fogonazos por sus ojos.

Y en aquella lumbre callada de la habitación, cada palabra llorada sobre el papel se iba trocando en cenizas.


El trino que amanece (Estampa de amanecer)

                    



                                                    EL TRINO QUE AMANECE


  Mi sueño fue recogido por los ángeles de la noche y lo transformaron en una mariposa. La he visto alejarse con mi vida en sus alas.

  Y yo he despertado como un pollo abriendo el cascarón. 
Inspiro la paz vertical de un eucalipto. Mi respiración tiene color de amanecer. Expiro una palabra pronunciada por el sol.

  Un viento rasguea la grama con música de conchas. Tambores a lo lejos: son los caballos, levantando el polvo del futuro.
La niebla busca el corazón de los pájaros, y la tierra sonríe con sus suaves lombrices. Mi pulso escapa hacia el pentagrama de flores del nuevo día. ¡Oh, esta música...! ¿Cómo es posible?

  Me alzo desnuda bajo un cielo de trinos naranjas. Y una fina lluvia de pétalos solares se derrama desde las nubes hasta envolver mi piel con la pasión purísima de las rosas.

 Amanece; ha concebido el cielo su milagro. Y milagrosamente, también yo he amanecido. Me arrodillo. La luz señala entre la hierba un caracol de oro; trepa por mi dedo como un tirabuzón húmedo... Mueve sus cuernecillos tanteando mi existencia... Lo miro. Y siento que algo inmensamente dulce, desde el azul recién pintado del cielo, me contempla a mí... Y acaricia con sus nubes eternas mi garganta... 

 Y canto, junto a un coro universal, el trino que amanece a la vez en todos los tiempos.


Revuelos poéticos: Un instante...

                                                      Pintura: John Brett. 1858



 INSTANTE


La luna a mi lado, posada en mi hombro con aroma a quietud.

El sol a mi lado. 

El horizonte cuelga de mi pelo y se deshoja...

Mares y montañas a mi lado, observando la plenitud del instante que resbala como agua pura entre mis dedos.


***