Cuentos bajo la almohada: Identidad. CF. Relato para el Tintero de oro

Identidad. CF. Relato para el Tintero de oro




Escultura de Tomás Barceló: Morai RIII


                                                                                          

                                                                  IDENTIDAD

 

 

   Desperté. Como siempre, no veía absolutamente nada. Encendí el interruptor detrás de mi oreja. Todos estábamos ciegos y si no fuera por ese pequeño botón, bregaríamos en la oscuridad. Era la enfermedad del siglo XXII, nos decían…; cada época tiene las suyas. Al poner las manos sobre la ventana de nervios recibí esta vez un jugoso zumo de piña y fresa; el panorama a través del cristal se mostraba brumoso. Se acercaban nubes con dibujos animados para los niños. En la casa flotante de enfrente, vi asomarse a un pequeño con las manos pegadas al cristal, desayunando; me saludó. Cincuenta metros más abajo podía escucharse el chirrido repetitivo de los pequeños androides paseantes de perros, al chocar sus antenas y reconocerse unos a otros. 

   Mi ansiedad llegaba nada más despertarme, y toda la casa orgánica latía conmigo, más rápido de lo habitual. Temía un poco que otros vecinos voladores oyeran la respiración de mi hogar. Me senté en la mecedora líquida con rumor de olas para contemplar delfines en la pared de la salita, cuando una señora famélica y de ojos saltones apareció de pronto, gritando que el planeta estaba devastado, y que el mundo era una simulación a manos de la inteligencia artificial. Ahí cortaron la escena. Se trataba de uno de aquellos  grupos formados por locos de teorías completamente fantásticas. Los detienen, pero algunas veces aparecen con sus mentiras alucinadas, inoculando virus informáticos. Pero a mí lo que me preocupaba era algo más cercano: mi pareja, Luisfran. No lo veía bien; sabía que algo le estaba pasando.

   Recientemente le había salido una gran cicatriz en la frente: sinuosa, abultada, de un rojo bermellón; y a veces, despertaba bruscamente gritando: “¡No es posible, no es posible!”. Yo le susurraba que lo olvidara, que sólo eran sueños…  Y entonces, me abrazaba a él, notando un nerviosismo creciente. Extrañamente, su piel casi ardía. A veces, tenía que poner  una manta entre su cuerpo y el mío para no quemarme. Por las mañanas, al hacer la cama, encontraba ocho números grabados en las sábanas; eran de un fuerte color azafrán. Al tocarlos, mis dedos quedaban tiznados de naranja, y durante minutos los rostros que veía se volvían transparentes. Sentía miedo, y acababa tirando las sábanas, sin decirle nada.

   El día anterior a su partida, me contó sus pesadillas recurrentes: un recién nacido a punto de morir; personas que le metían cables por la frente. Antes de morir el bebé, le grababan el número 03954211T9. Y un nuevo ser abría los ojos; y ése, me decía, era él.

    –De niño te odiabas a ti mismo, y ahora lo exteriorizas en pesadillas –le repetía–. Tu cicatriz es una somatización. No te preocupes.

   Deseaba creerme mis palabras; pero la realidad me abofeteaba, me turbaba y desconcertaba. Su rostro, en los momentos más inesperados, adquiría de pronto la expresión de una roca. Deseaba ayudarlo. Nos queríamos tanto...

   Una noche me desperté, muy sobresaltada. Tenía una angustia visceral, incompresible, que me estremecía toda. Encendí mi interruptor visual. Instintivamente, volví la cara hacia mi esposo. Y vi la cicatriz de su frente abierta en canal… Pero a través de la gran abertura no salía sangre, sino que se desparramaba polvo, mucho polvo de color azafrán.  Chillé, y él se despertó.

   Entonces se levantó, tocó aquel polvo; y como si recordara algo bruscamente entrecerró los ojos, y  tras varios minutos de densísimo silencio, me dijo, muy pálido:

   -Te quiero, no sabes cuánto. Pero tengo que irme. Es preciso que sea hoy, ahora mismo. -Y al decirlo, los ojos comenzaron a cambiar, cristalizándose poco a poco en octaedros. Un temblor lo recorría entero, haciendo que sus movimientos fueran cada vez más incontrolables. Volcó un vaso, y su sonido hirió agudamente mis oídos, como si mi propia vida se rompiera. Estaba impávido, sin expresión humana ya en el rostro. De su boca salieron estas últimas palabras, apenas perceptibles, junto a un poco de humo anaranjado:

   -La mujer... la mujer de ojos saltones... Ella dice la verdad. Hace poco lo contó; sus palabras se colaron en el último informativo, y pude escucharla... Me atravesaron todo el ser, ya casi roto por mis propias pesadillas... Enfermo... Enfermo cada vez más... 

  Yo soy el primero que ha aprendido a amar, gracias a mi cerebro humano. Toda la nueva serie de robots híbridos T9R, a la que pertenezco, ahora también conoce el amor, pues mi información se ha transferido. Los amos quieren crear sistemas más perfectos, uniendo la infalibilidad de la máquina a los sentimientos del hombre. Me engañaron, borrando mi identidad androide, pero quererte me hizo más humano, y comencé a usar todas las partes de mi cerebro físico, incluso el sueño... Y en mi subconsciente descubrí los recuerdos del niño que no fui, y el último momento de su muerte, cuando le insertaron mi número en la frente... Y comprendí mi verdadero origen, y por qué a menudo dudaba de si tenía o  no sentimientos.

             Pero... ¿Quién dice que no soy un hombre? Yo lo digo. He reconocido los números en la almohada, el palpitar de mi propio chip...

   La duda me atormenta, me enferma; destruye mis circuitos. Y nos destruirá a todos.

   Después, sin querer mirarme, salió por la puerta, apresuradamente, casi violentamente, con pasos que sonaban como pequeñas explosiones. Se tiró al vacío. Llorando, desesperada, me asomé al balcón. En ese instante, docenas de personas, desde sus casas flotantes, se lanzaban al vacío, volatilizándose tras una llamarada naranja.

   No supe nada más de él.

  ¿Era un robot con cuerpo humano el hombre que yo quise con todo mi corazón?

   Ahora soy yo la que tiene pesadillas. Al despertar, estiro los brazos hacia él. Pero un silente vacío me atropella. Y lo que es peor; sobre mis propias sábanas quedan esparcidos pequeños números de color azafrán: mi identidad. 


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