
Pinturas de Kandinsky

El
símbolo abre puertas. Y los simbolistas lo sabían. Tomaron símbolos
universales: el amor, la muerte, la soledad, el más allá, Dios y el diablo... y
les dieron formas. Cada forma debía sugerir un río de sensaciones; debían tocar
lo profundo y despertar una pequeña exaltación en el alma del espectador; o
levantar una montaña de misterios; o llevarle al porqué de su propia
existencia.
La
imagen ya no reproduce; ahora evoca. Es una flecha que dispara emociones, o
despierta al búho del inconsciente.
El simbolismo enraiza en el romanticismo, pero prescinde de su lirismo enardecido y sentimental y va directo al impacto. Nos trae ideas; las intelectualiza, pero sobre todo las poetiza, transformándolas en sueños (o pesadillas). Se inicia así un camino que puede transitar lo oculto o el lado profundo de la mente.
No todos los pintores usaban símbolos universales; algunos recurrían a una simbología propia, interna, hermética y cargada de tensión, con lo que nacían pinturas extrañas y fascinantes.
Tras estos delirios pictóricos resurgirá el realismo con su intento de volver los ojos al mundo material, al detalle concreto y palpable. Pero la puerta de la subjetividad, los sueños, la emoción y la irracionalidad ya ha quedado completamente abierta. El camino que asoma a lo lejos tiene piedras y árboles inimaginables, pero sin duda será recorrido con asombro por surrealistas, dadaístas, futuristas, abstractos, metafísicos, neorrománticos y todos aquellos que enarbolan la bandera de la fantasía.
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Maite Sánchez Romero (Volarela)