Propuesta del Tintero de Oro en honor a Isabel Allende y su libro "La casa de los espíritus".
Más aportes aquí: 41ª Edición de El Tintero de Oro
Imagen: Enrique Meseguer
VIDRIOS ROTOS
Miró la hora sin apartar la mano del volante: las siete y treinta y dos. La carretera le iba lanzando a los ojos su insípido desfile de señales cuando, bruscamente, escuchó a su espalda un terrible chirrido de frenos. En su retrovisor apareció la fugaz instantánea de un coche saliéndose por la última curva hacia el profundo barranco de la derecha. Se trataba de un viejo modelo de Skoda rojo.
Paró, muy nervioso, sin saber qué hacer. Retrocedió para ayudar. Se asomó al precipicio: un silencio absoluto mordisqueaba sus oídos como si algo siniestro estuviera a punto de suceder. No había ni el menor rastro del coche, ninguna huella del accidente en aquella curva; se cercioró de nuevo, pero el coche parecía haberse volatilizado. Sobre su cabeza voló rasante una gaviota enorme de alas negras. Impactado, continuó la marcha, pero tuvo que detener su vehículo, no podía seguir conduciendo, estaba temblando de miedo sin saber por qué. Necesitaba tomarse unos momentos para respirar, calmarse, pensar…
El azar quiso que se detuviera frente a aquella mansión ruinosa que nunca deseó volver a encontrar. Habían transcurrido sesenta años. Entre los sauces asomaba su mole decadente. Sabía que nadie la habitaba, pero de alguna manera, el viejísimo caserón lo llamaba, lo atraía con tentáculos extraños, como de polvo, como de recuerdos marchitados en algún profundo rincón de su memoria.
La hiedra tapizaba de verde oscuro la mitad de la fachada. La otra mostraba desafiante sus dientes mellados y cariados por el tiempo: hileras de ventanas rotas, columnas, ornamentos y sillares ennegrecidos; tejados semiausentes. Todo aquel absurdo barroquismo de la piedra languidecía bajo los brochazos blancos de excrementos de un grupo de palomas.
Se sintió impelido a entrar. Al empujar el gran portón podrido, la desolación le impactó en los ojos: polvo, vacío, soledad.
Escuchó el inesperado impacto de un objeto de cristal contra la pared. A la vez un frío intenso penetraba sus mejillas, como si las arañara con hielo. Vio cristales rotos por el suelo. El pavor y la tristeza subían por sus piernas como enredaderas: un recuerdo iba tomando forma. Se acercó y reconoció el cristal de murano de una preciosa jarra que en aquel tiempo permanecía sobre la repisa de la chimenea, junto al piano. Pensó en aquellos vidrios como la vida destruida de la muchacha que amó en aquella casa. A menudo, tocaba el piano sólo para él; una sonata que ensayaba una y otra vez. Eran dos adolescentes amándose en secreto. Él sólo un criado; ella una condenada a heredar, a obedecer, a callar.
Quiso marcharse, pero al fondo veía la habitación de la que fue su novia secreta. Las paredes conservaban el tapizado que él recordaba, ahora desvaído, casi destruido por las goteras, que estaban sonando en ese mismo momento con una insistencia mecánica de reloj. Veía caer las gotas, y sin embargo, afuera no llovía. Experimentó una extrañísima sensación de inestabilidad en el alma. Comenzó a escuchar una tos procedente de la cama. Su miedo crecía más y más, notaba su latido en la sien, a martillazos de sangre. Debía irse. De pronto, unos invisibles brazos lo rodearon; lo protegían. De alguna manera lo calmaban. Olía a rosas secas. La tos volvió, más fuerte, molesta, casi dentro de su oído. Tuberculosis. Desde que entró en la estancia, esa palabra le andaba royendo desde los pies a la cabeza con pequeñas dentelladas de fuego, hasta que sintió el deseo irrefrenable de caer sobre aquella cama oxidada y llena de polvo. Lo hizo. Y de nuevo unos brazos lo apretaron aun más. Sentía la presencia de ella con fuerza, pero no sólo la de ella. Notaba más y más brazos consolándole. Recordó la hilera de cuadros con cuyos retratados la chica conversaba con toda naturalidad, y también cuando un día expresó: “Ellos lo dicen. Un día nos iremos juntos”.
Salió angustiado de allí, agitado, extenuado, confuso… Al cruzar el jardín la vio. Sí, era la perfecta imagen de su recuerdo. Completamente corpórea, densa, real… vestida de azul; retazos oscuros de pelo resaltaban un cuello blanquísimo. Los ojos brillaban, negros, grandes, serenos. Su delicada boca sonreía amorosa. Abrió los brazos en actitud de bienvenida. Se lanzó a abrazarla, pero entonces se dio cuenta de que estaba abrazando a un árbol. Su amada transparente… no era nada. Una quimera: el recuerdo exacto, hacía sesenta años, de aquella noche en que escapó de casa, con su camisón azul. Entonces, al verle, había abierto alegremente los brazos en aquel rincón escondido del jardín. La misma escena se había repetido… Querían huir. Tenían planes futuros. Pero a él lo echaron de la casa; y ella, poco después, murió de tuberculosis. Esa tos, él lo sabía, no expulsaba sino toda su frustración hacia la jaula helada que era su aristocrática mansión, ahora destruida para siempre.
Volvió a mirar a la chica que permanecía inmóvil como una instantánea. Deseaba profundamente besarla. Sin embargo, corrió todo lo que pudo, y la dejó allí con los brazos todavía abiertos y aquella sonrisa encantadora y un poco pícara que a veces ponía. Todo en aquella casa eran falsas proyecciones, estaba seguro, pero se introducían en el alma, e igual que en los sueños, hacían llorar.
Abrió la puerta de su vehículo. Entonces sintió punzante el recuerdo reciente del retrovisor: aquel Skoda rojo, igual que el suyo, saliéndose de la carretera….
La casa en ruinas, los recuerdos, el amor, todo eso había abierto una herida de su pasado, casi cicatrizada. Manaba sangre etérica. Se presionó el corazón como intentando parar la hemorragia. Cerró la puerta del vehículo. Arrancó. Apretó el acelerador. Fue dejando un pequeño reguero de sangre por toda la carretera. Miró su reloj: las ocho y treinta y dos; llegaba muy tarde a su hogar. El sol del ocaso comenzó a reflejarse en su retrovisor. Le cegaba.
—No volveré a mirar mi pasado —se dijo, y movió el espejo. En ese preciso instante su Skoda rojo se salió de la curva.
Escuchó el chillido áspero de unos frenos, mezclado con su propio grito; muy lejano, como si se hallara en una cápsula hermética y fuera otro el que gritaba. Su coche saltaba hacia el barranco. El tiempo estaba extremadamente ralentizado y pudo comprender que había sido testigo, hacía sólo una hora, de su propio final. Si no hubiera parado entonces frente aquella casa, el sol no lo habría cegado después… Y ahora estaría vivo… Pero Todo eso pensaba mientras caía el coche dando vueltas de campana entre la vegetación… “Pero mi mente no cae”, se decía; se eleva como las hojas llevadas por un viento otoñal”. Bajo sus pies, rozándole, se deslizaba una gran gaviota negra; podía contemplar los restos de la mansión, la carretera y toda su vida desparramada en escenas a lo largo de esa larga carretera… No sentía nada, salvo ligereza, como si aquellas alas del ave fueran sus propios brazos.
Una música de piano comenzó a sonar, cada vez más y más potente. Era la sonata ensayada tantas veces por su joven novia secreta. Ahora sonaba perfecta. En un fogonazo de luz la vio de espaldas; y esta vez no era un recuerdo. Dejó de tocar. Se levantó y se giró. Su rostro blanco y juvenil resplandecía como cien lunas. Sonrió y abrió sus brazos de par en par. Y él corrió a hundirse en ellos como si no tuvieran fondo.
FIN
©Maite Sánchez Romero (Volarela)