Cuentos bajo la almohada: junio 2024

Las nubes estaban de acuerdo

 


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Río Li, Guilin, China

Suspiro de Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.

Comprendió que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza, la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones de porcelana.

Sus rasgados ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas. Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo le costaba respirar.

De niña, Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.

A los 52 años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.

Y cuentan que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño, su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.

Pero no encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa, inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados.  En ellas, el comerciante vio el reflejo de su propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta,  y con ella en las manos, volvió a gritar su nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él, trató de huir, mientras sentía su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos gigantescos.

Las paredes luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres. Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.

Luego, sobre el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de felicidad de su verdadera esencia de río.