Cuentos bajo la almohada: Rosas en la ceniza. Relato breve sobre un perro intrépido

Rosas en la ceniza. Relato breve sobre un perro intrépido

 

                                                Pintura de Eulogio Díaz del Corral
 

 

ROSAS EN LA CENIZA

 

  Yo nunca le llamo mi amo. Le digo, mi compañero.
Como perro anciano que soy, he vivido mucho, y he sentido más, sobre todo afecto por mi leal compañero. Puedo decir que he sido feliz y no he conocido la dureza de la vida y el sufrimiento extremo hasta aquellos días de noviembre en que el furor de una bestia desconocida se desató sobre nosotros.

  Yo estaba soñando en mi acogedora cama, en unos de esos sueños profundos que no permiten oír absolutamente nada del exterior, cuando dentro de mi propio sueño sentí un fuertísimo golpe y desperté oyendo a mi lado unos gritos atroces. El espanto al incorporarme fue brutal, como un mazazo de la vida inesperado, ciego, sin piedad.    No quedaba nada de mi casa. El terremoto había aplastado hasta el último resquicio de racionalidad. Todo estaba roto, despedazado, derrumbado, aniquilado. Había en el cielo una inmensa nube de color café que acaparaba toda la atmosfera e impedía respirar. Creo que era nuestra descomunal angustia, que flotaba dolorosamente sobre nosotros mismos. Pero tras las cuchilladas del impacto y el desconcierto, mi siguiente pensamiento fue él, mi entrañable compañero. Recordaba que antes de dormirme había salido a la calle. No había tal calle ya… sólo el caos mordiendo mis patas. Pero el cometido de mi vida era encontrar a mi amigo. Conocía de memoria, no sólo el olor de cada parte de su cuerpo de once años, sino también el ritmo y sonido exacto de los latidos de su corazón. Cuando era un bebé, él me buscaba y se abrazaba a mí, asombrando a todos ese lazo único que nos unía. Eché a correr con mis latidos ansiosos en su búsqueda, atravesando los vidrios de la muerte en el desangrado páramo de la desesperación:  lamentos, heridos, agonías, gritos, destrucción...  o el mismo  infierno abriéndose como una inmensa llaga sobre aquel desvalido rincón del mundo.

  Una persona, loca de rabia, me dio una patada justo en la herida de mi pata trasera izquierda, provocada por la estantería que cayó sobre mí. Por ello cojeaba aún más, convirtiéndose en un suplicio avanzar con tanto dolor. Pero algo en mí me daba fuerzas para seguir. Sentía débilmente las pulsaciones de mi compañero en mi interior. Comprendía que no podía estar lejos. Vi un grupo de perros de salvamento trabajando con una pasión desenfrenada. Vi muchas personas ayudando a otras personas. Vi que la compasión, como una nube ligerísima de color naranja, penetraba suavemente el espacio de la nube negra de la angustia. Sobre toda aquella escena de devastación vi mezclarse, en un torbellino de colores que ascendían, el amor al dolor, el miedo a la esperanza, la vida a la muerte. Y un extraño olor a rosas se interponia entre el olor de las lágrimas y el de la desolación.

  Bajo un enorme montón de escombros estaba él. Lo había encontrado. Las pulsaciones aumentaban de volumen según me acercaba. Ya no podía contener la emoción, por lo que al llegar, gemí y gemí con todas mis fuerzas sobre aquel montón de ruinas. Repetí mi súplica durante horas, hasta que se acercó un perro de salvamento. Con una fuerza y resolución propia de un dios, apartó maderos y ladrillos. Entonces llegaron los hombres y sacaron a mi compañero. Estaba inconsciente, pero vivo. En un momento dado del rescate, cuando lo estaban colocando en una camilla, noté que mi corazón latía con más fuerza que nunca, alegre, henchido de gloria, potente, luminoso, como si no fuera mi propio latido, sino el de él sobre el mío... Y es que él se estaba despertando, y desde la camilla comenzó a mirarme con una mirada de amor y agradecimiento infinito, capaz de sembrar rosas en la ceniza.

...

(Volarela)

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