Cuentos bajo la almohada: El ópalo de la eternidad

El ópalo de la eternidad

 



Relatos cuyo principal tema sea un joya.
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                                                                   EL ÓPALO DE LA ETERNIDAD



  La inmortalidad era algo efímero, volátil; en un instante podría desaparecer. Ella era inmortal. Hasta que allí, en mitad de la gente, se desplomó. Y la sangre comenzó a manar por todos sus miembros, tiñendo la ropa, el suelo, y reflejando cárdena asombro en los ojos de los transeúntes. Se daba cuenta de que la joya había rodado por su pantalón. Estaba cerca de su pie izquierdo, pero no tenía fuerzas para cogerla. Treinta segundos antes, la mano de un ladrón había arrancado de cuajo la cadena que sostenía la sagrada piedra junto al pecho de la mujer.

  Aquel mineral majestuoso, un ópalo del tamaño de un corazón, llegó a su vida poco después de nacer. Abrió los ojos al mundo envuelta en sangre. Todo su cuerpo se negaba a vivir, afectado por una extraña enfermedad que la hacía desangrarse, por fuera y por dentro, lentamente, como si sus tejidos no tuvieran fuerza y al menor movimiento se abrieran y derramaran toda su esencia vital. Al bebé le quedaban horas de existencia cuando un desconocido se acercó a sus padres. Habló largo rato con ellos y después les dio la joya, saliendo precipitadamente del hospital.

  Entre otras cosas, les había explicado que debía llevarla a la altura del pecho y no quitársela jamás, o moriría al poco tiempo. Al acercar la piedra a la criatura, ésta comenzó a revivir. Sus heridas se cerraban mágicamente, el fluido de la vida pura corría por sus venas, y en sus ojos nacía el grito de la salud perfecta.

  Gracias a la joya, que siempre llevó, la muerte huía de ella, la repelía; era la inmortalidad caminando.

    Ahora, en el suelo pero flotando sobre un hilo de pensamientos a punto de romperse, veía gritos cayéndole como lluvia roja: “Rápido, llamen a una ambulancia”. Le agradaba la caridad. El tiempo no tenía prisas, se había detenido como un tren en una parada. No sentía dolor, misteriosamente. Parecía envuelta en un montón de manos acariciadoras que tiraban dulcemente de ella hacia la muerte. Un niño se separó de su padre y se arrodilló junto a ella. La miraba con ojos de búho asustado. La mujer, desde su cabeza inmóvil, consiguió articular unas palabras: “Al lado de mi pie, la joya, dámela”. Y el niño buscó y encontró la piedra, y lleno de una euforia salvaje y desconocida para él, se la entregó. Ella la mantuvo sobre su pecho con la mano. Acudieron veloces, de todos los árboles próximos, docenas, cientos de pájaros, a revolotear alrededor de aquel cuerpo, extrañamente magnetizados. Los perros del barrio añadieron sus ladridos a la euforia general. La mujer se incorporó. Tenía adherida a la piel plumones y excrementos de pájaros, y al corazón una bella sensación de bienvenida. Notó la fuerza de la vida ascendiendo hasta su frente. La sangre de su ropa se había secado y pegado a sus miembros debido al gran calor que despedía su piel. El círculo de personas curiosas lanzó una exclamación y aplaudió llevada por un súbito impulso de alegría. Ella se abrió paso entre la multitud como un impetuoso torrente de fuego y corrió hasta desaparecer de cada ojo alucinado.

  Durante aquellos segundos nadie dejó de sentir el abrasador calor de la mujer penetrando sus cuerpos, insuflándoles una dulce sensación de celebración y de bendita concordia.

   Una vez en su casa, acarició la piedra durante horas. No se movía de su silla, junto a la ventana. Meditaba. Ya tenía ciento cincuenta años, aunque aparentara treinta.

  Siempre caminó con miedo entre los otros. A nadie confesó su secreto, pues temía perder su joya. Casi se sentía culpable de aquel don. Veía morir a todos, mientras ella seguía adelante, imparable, como el viaje de los planetas. Perdía afectos, pero ganaba nuevos… Sentía en sí misma el alma del mundo, invicta, inmutable a los pequeños caprichos y dolores humanos. El anchísimo tiempo unido a la salud más plena eran sus aliados, capaces de abrir en ella sus sentidos y su mente de un modo inimaginable para los demás. Desconocía la prisa, igual que los animales, por lo que podía solazarse en cada detalle glorioso de la existencia, siendo lenta, delicada, perfeccionista en todo lo que hacía; se deleitaba, segundo a segundo, en el paso limpio de las horas por su mente, como un árbol centenario que goza el abrazo de la luz en cada una de sus yemas. Y así comprendía, sentía, que no sólo ella era inmortal, sino que la vida misma lo era, albergando en su génesis todas las posibilidades, la mayor perfección y la belleza más inesperada. Su propia vida se iba convirtiendo en una obra maestra, reparando cualquier error, daño, torpeza, como una artista escultora de sí misma.

  Miraba su ópalo maravilloso y entraba en otro mundo nuevo, inconmensurable; despertaba en ella una creatividad sin límites. Cuántas veces había pensado en lo difícil que era dejar de vivir, de experimentar, de gozar con una salud tan plena.

  Deambuló meditando más de un mes, de aquí para allá. El accidente la había impresionado. Todo su largo pasado desfiló por su mente poblándola de dudas. Pero la sabiduría alcanzada hasta entonces la conducía inevitablemente hacia una única decisión: la renuncia.

  Un día, en la cola del supermercado, dos mujeres charlaban frente a ella, mientras la pequeña niña de una de las dos, desde su sillita, la  miraba fijamente. Contempló la curiosidad más pura con forma de niña. Aquella mente acababa de nacer. Y comenzaba a llenarse.   Se decidió al fin. Creyó comprender plenamente el sentido de la joya: se preparó para morir.

   Temblando, se dirigió a un hospital y habló con los padres de un bebé muy enfermo, agonizante. Les explicó el milagro de su existencia, y luego depositó en el pecho de la doliente criatura aquel regalo que no le pertenecía: la vida se lo había dado a través de otro renunciante, y a su cauce volvería.

  Mientras la mujer moría desangrándose, ocultamente en un rincón, renacía un bebé. El prodigio de los gorriones entrando por las ventanas, los ladridos, las ovaciones y los aplausos contagiosos de la gente se extendieron por el hospital. Un inmenso fogonazo de luz resplandeció unos instantes sobre la ciudad.

  El ópalo brillaba y prolongaba su propia eternidad… de hombre en hombre.