La
burbuja de Sofía estaba cada día más limpia. Ella se esmeraba en pasarle el
plumero cada día; la llenaba de trinos y la aromatizaba con eucalipto y ciprés.
Cuando encontró a Magdalena, tristemente reparó en su burbuja llena de
remiendos, pálida y cenicienta. De entre el polvo se le escapaban polillas.
─
Pareces muy triste ‒le dijo.
─
Acabo de romper con Daniel.
Decidieron
detenerse a la orilla del mar para hablar. Frente a ellos los paseantes
portaban sus burbujas de colores. Uno de ellos la tiró al mar, lleno de furia.
Contemplamos la burbuja explotar y formar parte de la espuma, que enseguida se
tiñó de rojo. Nos compadecimos enormemente de él.
Un
niño llevaba su burbuja atada a una cuerda de plata, como si fuera una cometa.
La burbuja reflejaba un velero de velas rosas. Crecía y crecía tanto como la sonrisa
de la criatura, que, descalza, chapoteaba en la orilla espantando a una
gaviota, cuya burbujita estaba tan nueva como el cielo.
─
No sé cómo reparar mi burbuja. No me queda nada para remendarla. Muy pronto
moriré ‒le dijo su
amiga.
Al
oír esto, Sofía la abrazó, y de su propia burbuja salió una clemátide que se
adentró en la de Magdalena. Allí arraigó y comenzó a florecer.
Sofía
volvió a casa muy triste. Sintonizó su burbuja con la música de las esferas y
se durmió entre sollozos.
Al
día siguiente, la gran burbuja del amanecer le trajo miles de pétalos de
clemátide que cayeron inundando la calle. Era el adiós de Magdalena.
Notó
cómo su burbuja se volvió densa como una montaña; su corazón no podía
contenerla y ella apenas podía caminar.
Abrió
la ventana más alta de su burbuja, la que miraba al cielo; y vertió por ahí
todas sus lágrimas hasta volverse tan ligera que ascendió, siempre en su
brillante esfera, hacia su amiga.