LA GAVIOTA
Bajo sus párpados cerrados todas las heridas
sangraban; se sentía líquido vertido al mar, supurando por cada poro de su
piel; completamente deshecho; flotando, a merced de una inmensa voluntad de
agua. Su pequeño velero fue despedazado en la tormenta más salvaje que la mar
hubiera improvisado para ningún mortal. Aferrado a un trozo de plástico como
una lapa de carne y hueso aterrorizado, despertó de su inconsciencia y miró al
cielo, y luego a su alrededor...
La palabra que golpeó su mente fue: negrura.
La noche se bebía su corazón: Densamente, espesamente, absolutamente. Gotas
negras golpeando su piel. Noche rayando sus labios ateridos. Frío. Nada.
Soledad despiadada para esa mota de apenas sesenta kilos de voluntad sobre una
masa móvil e infinita de agua negra, sin voluntad conocida.
Qué podía hacer sino rendirse… allí, solo,
tendido sobre las fauces del abandono, a latigazos de frío, a mordiscos de
miedo con sabor a sal y a muerte. El silencio helado de las gotas ululaba por
su piel… La garganta abismal del mar sabía esperar.
Volvió a cerrar los ojos. Terror. Dolor.
Frío. Soledad. Ya no podía más. Dentro de su ser se había roto todo... Y lo
aceptó, y se dejó caer, sin lucha ya, a merced de un "Sea" que
circulaba como sangre de estrellas por su cuerpo.
A través de los párpados, medio velados por
un sueño que se acercaba, fruto del congelamiento, entrevió una forma
blanquecina a su lado. Se mecía, como él, en la vastedad cósmica del océano.
Estaba hondamente callada, muda como él. No distinguió de qué ser se trataba.
Tan sólo captaba una presencia neblinosa que emitía mucho, mucho calor. Y
empezó a notar que sus miembros eran cubiertos por una gigantesca pluma
caliente. El mar se había vuelto cálido. Ya no temblaba ni sentía pavor. De un
modo lírico y piadoso, se sentía acogido. Y se durmió, consciente de que no era
posible hundirse ya más de lo que su alma había experimentado. Un amoroso y
lento sueño circuló por sus venas como un río calmo. Se rindió plenamente a esa
sensación.
Despertó. Incomprensiblemente, seguía vivo...
Quiso moverse, pero no pudo. Estaba
extrañamente enredado a una red de pesca. Oyó voces alarmadas de maravilloso
timbre humano; voces hermanas...
Y a su lado había una gaviota, que dormía.
Era la misma presencia que le acompañó toda la noche, nítidamente contorneada.
El ave, con un graznido limpio como el amanecer echó a volar hacia las abiertas
manos del sol.