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Aquí una fuente, manando como un líquido cristal en
perenne ruptura. Allá, en el cementerio, la luz del atardecer recorriendo las
tumbas, una a una, con sus cansados dedos amarillos. Los últimos rayos los
dedica a las rosas marchitas sobre las tumbas, que encendidas por un instante,
se ponen a gritar su antiguo esplendor. Anochece... Un piar muy quedo de
gorrión, solitario, rojizo, se empieza a escuchar desde la mole negra de un
ciprés. La noche echa su aliento sobre todos los colores, dejando un cuadro inacabado
en grises y negros. La vida es eso; algo que nunca se define del todo.
En el interior de esta pintura, vemos una chica que
llaman Sherezade, flaca, de pelo muy largo y naranja. Sus pies desnudos están
fríos como las tumbas; pero su rostro es aun más pálido que ellas, incluso más
la piedra bajo la luna, e igual de inexpresivo. Está mirando las primeras
estrellas despuntar. Ahora se acuesta sobre una lápida, como si toda la vida lo
hubiera hecho. Se ha quitado la ropa porque tiene mucha fiebre. A su vera, la
estatua de un ángel, pide silencio desde su boca paralizada. La muchacha nota
en la piel una mano húmeda; una invitación a marcharse de allí; es la niebla, piadosa con
forma de amiga. Pero se evapora, impotente.
Sherezade, con los ojos fijos en el firmamento,
igual que dos tenaces y penetrantes agujeros negros, sólo deseaba absorber la
noche... El gorrión sigue su ritmo de piares insomnes; cada vez más tímidos y
más perdidos en la negrura. Ella traga más y más noche. Quiere olvidar. Cierra
los ojos. Está agotada. Escucha, de pronto, un sonajero. No es un bebé… No, no
hay nadie cerca. Es el sonido de la brisa estremeciendo los chopos. Ahora, la
muchacha, comienza a delirar con grises ardillas. Y los chopos son voces
cascabeleras que le dicen: "Te queremos. No te vayas ahora." Aparecen
rostros amigos, manos que tiran de ella hacia la puerta del cementerio. Pero
ella empieza a deslizarse por la caracola de su pasado. Ahora tiene diez años;
recoge hojas de un viejo arce y juega a taparse con ellas. A su lado, Odell, de
igual edad, hace lo mismo. Los dos miran el firmamento, tumbados bajo el gran
tronco de arce. Se toman las manos, que parecen hojas rojas. Están camuflados entre
la hojarasca como grillos felices. El viento sopla fuerte y se lleva todas las
hojas. Ríen. Ríen de nuevo... Y sus risas son pequeños violines que suben y
suben de volumen hasta despertar a Sherezade. Odell yace en esa misma lápida
desde hace cinco años. Ella, allí, recostado, vencida, helada y enfebrecida,
quiere contar las estrellas de color rojo, como cuando eran niños, pero de su
boca sólo sale un beso. Es su última ofrenda; una mariposa que muere al salir
de su boca. Los ojos lúgubres de la noche se acercan a mirar aquel cuerpo sin
vida sobre la tumba, como un pétalo caído de jazmín...
La luna es un
espejo roto de una pedrada. El maullido de un gato en celo se desgarra entre
los cipreses, como si se hubiera quemado. De pronto, un gélido remolino de
viento eleva las hojas caídas del arce del cementerio, y comienzan una danza
sigilosa, ondulante, casi una oración vegetal. Más arriba, en la copa del árbol,
dos blanquísimas palomas están posadas cual dos gotitas de paz. La danza del
viento y las hojas se hace más viva, jadeante, poderosa, sonora, casi triunfal.
Las aves contemplan el colorido remolino que avanza hacia la tumba de Odell.
Allí se colocan sobre la muchacha yacente y comienzan a formar una extraordinaria
figura de hojas rojas formada por un joven a caballo, sosteniendo a una chica
muy delgada sobre sus rodillas, la cual se agarra a su cuello. Las hojas giran
sin cesar, manteniendo la forma de los dos amantes. Luego se alejan, cabalgando
al ritmo de la música de las esferas.
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Más aportes sobre la muerte y lo fantástico en el blog de nuestro buen amigo Jascnet:
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