Impresiones sobre el río Ebro
Hija de la noche
«Solo en la oscuridad puedes ver las estrellas».
Martin Luther King

HIJA DE LA NOCHE
"Como
un autillo sobre un abedul miro el horizonte.
Mi ruego se
golpea contra las hojas secas del otoño, se golpea y se fractura...
Contemplo
aquellos niños en el caminito viejo. Cantan canciones olvidadas. Ellos son
flores que abren su perfume en la tarde; luego se alejan, con sus burbujas de
luz, hacia la tibieza de un hogar que los acoge... Un gato los sigue mientras
los cipreses oscurecen delicadamente su verdor como ofrenda nocturna.
De aquella
casa lejana salen notas de guitarra. Sus cuerdas desprenden notas que son heridas...
Las siento; una mano solitaria arranca
lágrimas grises a la madera, y mi oído despedaza, como un perro, esos huesos de
tristeza.
¿La noche es
una mujer? Porque hoy el color de su pelo es el del negro tras el negro: mis
dedos lo atraviesan para llegar a la ausencia absoluta. Duele.
¡Ah!, ¿por
qué no puedo ser efímero y olvidadizo como la niebla que tararea sobre los
prados?
Sí…, como
ella…, pasar rozando el agua verdosa que no espera nada... ni a nadie.
Éste es el
día en que ella desapareció.
Siempre,
cada año, con la caída de las últimas hojas, un diez de noviembre, noches repetidas como ésta me ofrecen su
ombligo mordiente. Y caigo en el agujero. Y me dejo devorar por el recuerdo.
Sé que hay
tumbas donde yace el olvido de uno mismo, pero es mejor no mirarlas.”
Abelino
estaba escribiendo estas aciagas letras en un cuaderno lleno de tachones y
manchas de tinta. Arrancó la hoja pensando que el fuego sería su mejor lector:
–¡La combustión! – gritó a las paredes,–¡oh,
sí!, ¡la combustión!
Sin aviso,
como suele ocurrir, la vela se apagó y sólo quedó la luz de unas ascuas
perezosas en la chimenea.
La penumbra
de la estancia era profunda, tanto como la fosa de su tristeza.
De pronto,
el crepitar de la leña se volvió extraño, muy grave y deformado, resonando por
toda la casa. Sintió los huesos ligeros, calientes, pidiendo moverse sin
control, salirse de la piel, romper los límites de su cuerpo.
No podía
soportarlo.
En ese
instante, la voz de su abuela muerta pulsaba su cerebro como un timbre. No era
la primera vez que la oía, ni mucho menos. A menudo pensaba que la angustia y
la soledad acabarían volviéndolo loco.
Esta vez, la
voz era aguda, apremiante, casi una orden rítmica:
“¡Sal
afuera. Sal! ¡Corre, corre, sal! Fuera. Sal. Ahora. ¡Ya, sal!”
—Está bien.
No insistas. ¡Ya voy!
Al salir bruscamente, empujo el papel recién
escrito. Libre, planeó airoso hacia las
ascuas hambrientas de la chimenea.
Entonces los
huesos regresaron a su sitio, volvieron a amar su cohesión natural. Y respiró
aliviado.
Afuera, la
noche serena parecía sedarlo con cascabeles invisibles. Pero la voz de su
abuela insistía de nuevo, más rumorosa esta vez.
–Ahora.
Ahora…
Miró desde
el porche. No había nada, sólo el rugido hosco del frío.
Miró al
cielo. El parpadeo de una estrella fugaz se hundió en la ceguedad de la tierra.
Silencio;
algún autillo a lo lejos. Estrellas.
Avanzó. Su
frágil respiración braceó sobre aquel mar de negrura.
Poco
después, apareció una confusa silueta, cojeando en la penumbra del camino. Ante
él se detuvo una mujer con largo pelo de sauce y ropas raídas.
La realidad
lo embistió sin avisar: era su hija, desaparecida hacía ya 10 años.
Tembló.
Sintió de pronto un olor a humo antiguo, reconocible. Mientras la observaba,
estrellas muertas revivían a fogonazos por sus ojos.
Avanzaron el
uno hacia el otro, imantados, convulsos.
Dos cuerpos
hechos de palabras no dichas se abrazaron en mitad de la noche. Y cada pecho
buscaba las raíces del otro, en silencio, bajo una tierra dulce, desconocida.
Y bajo
aquellas ascuas últimas de la habitación, las palabras lloradas sobre el papel
se iban trocando, lentamente, en ceniza, en humo, en una larga exhalación de la
noche.
*********
Y con este relato para el Vade Reto cuyo tema es la “Noche” comienzo una etapa de descanso bloguero para dedicarme de lleno a mi próximo libro de cuentos y cerrar así, junto con mi último libro de poemas, toda una etapa de mi vida.
Gracias por vuestra compañía entrañable y estímulo invaluable.
¡Un fuerte abrazo y gracias por acompañarme hasta aquí!
Mi primera antología poética. 2015 a 2025
Fotografía, diseño, edición y dibujos de la autora
Suspiro de río. Relato breve
«En algún lugar existe un río que fluye a través de la vida de cada persona».
Suspiro de
Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su
pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las
pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro
líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso
de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.
Comprendió
que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por
las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles
cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza,
la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la
encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones
de porcelana.
Sus rasgados
ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá
los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de
salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto
largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas.
Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más
que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más
que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por
más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las
fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que
no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un
cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía
sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo
le costaba respirar.
De niña,
Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y
otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de
plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en
sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para
fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la
indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.
A los 52
años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de
carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se
arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.
Y cuentan
que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa
que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño,
su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.
Pero no
encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo
el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa,
inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían
completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los
tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr
de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados. En ellas, el comerciante vio el reflejo de su
propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el
rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la
habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda
la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró
su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta, y con ella en las manos, volvió a gritar su
nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él,
trató de huir, mientras notaba su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos
gigantescos.
Las paredes
luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de
troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres.
Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las
figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar
el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado
rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.
Luego, sobre
el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un
río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando
toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de
felicidad de su verdadera esencia de río.
Maite Sánchez Romero (Volarela)