Cuentos bajo la almohada: mayo 2025

Impresiones sobre el río Ebro




                                              

                                                 FLUIR... EBRO


¿Cómo  podría describir la intensa sensación que siento al contemplar un gran río moviéndose despacio entre colinas?

Esas aguas densas, inocentes como la mirada de un gamo, levemente onduladas por el viento; ese color profundísimo, o ese cuerpo grande y zigzagueante como una culebra encantada que siguiera un enigmático y hechizante destino...

Es reverencia. Literalmente, me inclino ante el paso de un gran río, verde, señorial y sereno, que parece conducirte de la mano, tranquila y plácidamente, al mismo comienzo de la vida…

Me parece que esos ríos transporten millones de años de experiencia, incluso que ya conozcan mis pensamientos.

 Al igual que yo ahora junto al Ebro, animales, plantas, cielos y montañas se miran en sus aguas viajeras: 
¿Qué hará con nuestros fugaces reflejos? ¿Los pulirá igual que a sus piedras, los besará, los olvidará?

A veces quisiera que un río como éste me llevara entera, sobre una canoa hecha de libertad, y fluir sobre su honda música de chelos al compás de la serenidad de sus latidos de agua. 

Fluir... por las suave espalda de la Tierra... hacia un abrazo sin brazos... donde encontrar todos los sentidos, todas las respuestas, todo el amor.


                                                             *

                                                    

Hija de la noche

 


«Solo en la oscuridad puedes ver las estrellas».

Martin Luther King




HIJA DE LA NOCHE


"Como un autillo sobre un abedul miro el horizonte.

Mi ruego se golpea contra las hojas secas del otoño, se golpea y se fractura...

Contemplo aquellos niños en el caminito viejo. Cantan canciones olvidadas. Ellos son flores que abren su perfume en la tarde; luego se alejan, con sus burbujas de luz, hacia la tibieza de un hogar que los acoge... Un gato los sigue mientras los cipreses oscurecen delicadamente su verdor como ofrenda nocturna.

De aquella casa lejana salen notas de guitarra. Sus cuerdas desprenden notas que son heridas...  Las siento; una mano solitaria arranca lágrimas grises a la madera, y mi oído despedaza, como un perro, esos huesos de tristeza.

¿La noche es una mujer? Porque hoy el color de su pelo es el del negro tras el negro: mis dedos lo atraviesan para llegar a la ausencia absoluta. Duele.

¡Ah!, ¿por qué no puedo ser efímero y olvidadizo como la niebla que tararea sobre los prados?

Sí…, como ella…, pasar rozando el agua verdosa que no espera nada... ni a nadie.

 

Éste es el día en que ella desapareció.

Siempre, cada año, con la caída de las últimas hojas, un diez de noviembre,  noches repetidas como ésta me ofrecen su ombligo mordiente. Y caigo en el agujero. Y me dejo devorar por el recuerdo.

Sé que hay tumbas donde yace el olvido de uno mismo, pero es mejor no mirarlas.”

 

Abelino estaba escribiendo estas aciagas letras en un cuaderno lleno de tachones y manchas de tinta. Arrancó la hoja pensando que el fuego sería su mejor lector:

 –¡La combustión! – gritó a las paredes,–¡oh, sí!, ¡la combustión!

Sin aviso, como suele ocurrir, la vela se apagó y sólo quedó la luz de unas ascuas perezosas en la chimenea.

La penumbra de la estancia era profunda, tanto como la fosa de su tristeza.  

De pronto, el crepitar de la leña se volvió extraño, muy grave y deformado, resonando por toda la casa. Sintió los huesos ligeros, calientes, pidiendo moverse sin control, salirse de la piel, romper los límites de su cuerpo.

No podía soportarlo.

En ese instante, la voz de su abuela muerta pulsaba su cerebro como un timbre. No era la primera vez que la oía, ni mucho menos. A menudo pensaba que la angustia y la soledad acabarían volviéndolo loco.

Esta vez, la voz era aguda, apremiante, casi una orden rítmica:

 

“¡Sal afuera. Sal! ¡Corre, corre, sal! Fuera. Sal. Ahora. ¡Ya, sal!”

—Está bien. No insistas. ¡Ya voy!

 Al salir bruscamente, empujo el papel recién escrito. Libre,  planeó airoso hacia las ascuas hambrientas de la chimenea.

Entonces los huesos regresaron a su sitio, volvieron a amar su cohesión natural. Y respiró aliviado.

Afuera, la noche serena parecía sedarlo con cascabeles invisibles. Pero la voz de su abuela insistía de nuevo, más rumorosa esta vez.

–Ahora. Ahora…

Miró desde el porche. No había nada, sólo el rugido hosco  del frío.

Miró al cielo. El parpadeo de una estrella fugaz se hundió en la ceguedad de la tierra.

Silencio; algún autillo a lo lejos. Estrellas.

Avanzó. Su frágil respiración braceó sobre aquel mar de negrura.

Poco después, apareció una confusa silueta, cojeando en la penumbra del camino. Ante él se detuvo una mujer con largo pelo de sauce y ropas raídas.

La realidad lo embistió sin avisar: era su hija, desaparecida hacía ya 10 años.

Tembló. Sintió de pronto un olor a humo antiguo, reconocible. Mientras la observaba, estrellas muertas revivían a fogonazos por sus ojos.

Avanzaron el uno hacia el otro, imantados, convulsos.

Dos cuerpos hechos de palabras no dichas se abrazaron en mitad de la noche. Y cada pecho buscaba las raíces del otro, en silencio, bajo una tierra dulce, desconocida.

Y bajo aquellas ascuas últimas de la habitación, las palabras lloradas sobre el papel se iban trocando, lentamente, en ceniza, en humo, en una larga exhalación de la noche.


                                               *********


Y con este relato  para el Vade Reto cuyo tema es la “Noche” comienzo una etapa de descanso bloguero para dedicarme de lleno a mi próximo libro de cuentos y cerrar así, junto con mi último libro de poemas, toda una etapa de mi vida.

Gracias por vuestra compañía entrañable y estímulo invaluable.

         ¡Un fuerte abrazo y gracias por acompañarme hasta aquí!




Mi primera antología poética. 2015 a 2025

 

 

                                                             Fotografía, diseño, edición y dibujos de la autora




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Suspiro de río. Relato breve

 




Relato publicado en Junio del 2024 para el Tintero, y ahora reeditado para "Acervo de letras" cuya propuesta del mes de marzo son los ríos: 





«En algún lugar existe un río que fluye a través de la vida de cada persona».





Río Li, Guilin, China





SUSPIRO DE RÍO

Suspiro de Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.

Comprendió que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza, la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones de porcelana.

Sus rasgados ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas. Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo le costaba respirar.

De niña, Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.

A los 52 años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.

Y cuentan que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño, su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.

Pero no encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa, inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados.  En ellas, el comerciante vio el reflejo de su propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta,  y con ella en las manos, volvió a gritar su nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él, trató de huir, mientras notaba su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos gigantescos.

Las paredes luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres. Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.

Luego, sobre el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de felicidad de su verdadera esencia de río.

                                       

Maite Sánchez Romero (Volarela)