Impresiones sobre el río Ebro
LA TORRE VIGÍA
Relato escrito para el Tintero de Oro, cuyo tema es "Piratas"
https://concursoeltinterodeoro.blogspot.com/2025/02/la-isla-del-tesoro.html
"Autoexpulsada" de mi zona de confort creativa, me he atrevido a realizar este relato. Como está aún caliente, seguro que tiene mil errores, (sed indulgentes :).
Se agradecen todo tipo de correcciones (si son históricas o temáticas las cambiaré al finalizar el concurso)
¡Gracias!
«Lo difícil de la literatura no es escribir, sino escribir lo que quieres decir; no es provocar un efecto sobre el lector, sino el efecto que quieres.»
Robert Louis Stevenson
(foto de mi archivo)
LA TORRE VIGÍA
La torre vigía, desmochada y enrojecida por el sol de la tarde, se le vislumbró a Marisa como una extraña formación con vida propia. Envejecida y moribunda, parecía hablar para sí misma. La niña acababa de subir con su tía los noventa metros de desnivel que la alzaban sobre el mar y su propia ciudad. Estaba sorprendida de encontrar aquel jeroglífico de piedras amontonadas, paradero de hierbas punzantes. La tía le explico que, siglos atrás, desde esa torre, un vigilante tenía la función de hacer señales de humo a las dos torres de la lejanía, y así avisar de la llegada de cualquier barco pirata a nuestras costas y dar tiempo a la población para su protección. Porque los piratas eran el terror del mar. “Terror…”, pensó Marisa, y una mano siniestra y rojiza se le puso delante del océano sin que ella pudiera evitarlo.
La niña dirigió la vista a los acantilados, magnánimos
en regalar paz de rocas y gaviotas. Imposible era imaginar que en aquel lugar
exacto, quinientos años antes, un hombre acababa de bajar de su torre vigía y
suspiraba agotado al contemplar esa misma generosidad de gaviotas y rocas. Su
trabajo consistía en permanecer durante horas mirando la raya del horizonte, a
menudo hasta quedársele grabada en las pupilas cuando bajaba a tierra y miraba
a su propio hijo.
Ese mismo día, 5 de mayo, pero de 1525, el hombre vio
una naciente azucena: para su esposa enferma, pensó, preocupado por la
inminente ceguera que amenazaba quitarle el trabajo; lo único que sabía hacer:
mirar. Le dolían los ojos de tanta luz, o no sabía de qué, y tenía que
cerrarlos para poder soportarlo; además, una niebla rojiza, a veces le cubría
la visión, dejándolo desconcertado, triste y con un profundísimo abatimiento.
En uno de esos momentos de descanso ocular llegó a dormirse mucho, mucho
tiempo. Y durante ese sueño en que creía ver ángeles sobre su cabeza llenando
de cielo sus ojos y sanándoselos, varios barcos piratas arribaban a la bahía
con todas sus espadas afiladas y listas. El hombre despertó un día después:
su pueblo era una llama gigantesca en la noche, que gritaba mudamente su
desolación. Mientras, quinientos inocentes viajaban en terroríficos barcos para
ser matados o esclavizados. Aquella noche ardió también el alma del vigilante:
allí irían su mujer y su único hijo. El hombre nunca bajó; se desplomó por
aquel rayo súbito de dolor, y quedó
junto a su torre vigía, con la flor de azucena todavía agarrada a sus dedos.
La niña vio posarse una gaviota sobre la torreta.
Graznó. Pero Marisa lo percibía como si le hubieran quitado la voz, como en una
película muda, y quería llamar, golpear, entrar en esa película. Miró al mar.
II
El destino de la madre y el hijo nadie lo supo. Una fue
matada por débil y el otro fue esclavizado y utilizado como favorito por el
sultán. Éste, conocido por su especial crueldad, era corsario por vocación. Al
tierno joven le había cortado una pierna para que no huyera, ya que desde que
lo pusieron a prueba, comprobó que tenía un vigor físico extraordinario, que
junto a un fulgor de inteligencia en sus ojos no prometía nada bueno.
El corsario de corazón de piedra y serpientes, sentía
sin embargo debilidad por aquel muchacho. Lo llevaba a todas sus cacerías
humanas, hasta que un día lo perdió de vista, y eso fue su propia perdición. El
joven había saltado por la borda para morir en el mar, hambriento de muerte. Ese
día, nadie notó su desaparición. Flotó y flotó hasta ser recogido por un barco
pesquero. El joven, agradeciendo una nueva vida, comprendió que tenía dentro
mucho poder, pues llevaba en su portentosa memoria el plano detallado de los
próximos ataques del pirata. Había tenido tiempo suficiente para aprender el
idioma, y el exceso de confianza del tirano le proporcionó su inesperada arma.
Buscó a los soldados de la guardia más cercana para hacer llegar al rey su
información. Y como si de un milagro divino se tratara, poco después, varias
galeras acechaban ocultas en ensenadas mediterráneas, dispuestas al ataque. El
hundimiento fue rotundo y durante un tiempo hubo paz por aquellos mares.
La tía de Marisa llamó a la niña; oscurecía y debían bajar, pero ella no quería marcharse todavía; algo la retenía junto a aquellas piedras que parecían hablar entre ellas.
El rey premió al joven con unas tierras y un sustento de por vida. Él las pidió cercanas a su pueblo, ahora demolido, sin almas, sin animales, sin casas. Se propuso restaurarlo. Y así fue que durante toda su vida no hizo otra cosa que crear vida de las cenizas. Allí volvieron a reír las mozas y los gallos a dar la señal del amanecer.
Un día logró subir con su pata de palo a la torre
vigía. Sobre la tierra en la que yacía el padre que él mismo enterró años
atrás, y, en el mismísimo lugar en que Marisa sentía sus pies clavados,
contempló orgulloso el resurgir de su pueblo. Abrió sus brazos como queriendo
abarcarlo por entero, y expresó emocionado:
“Por ti, padre”.
La niña se agachó y acarició levemente una pequeña
azucena.
-Vamos, Marisa. Aquí ya no hay nada.
-Sí hay… Hay mucho…
Fueron bajando las dos, pero mientras la noche borraba
el paisaje, en la mente de Marisa se escribían las palabras que acabamos de leer.
Lilium candidum (Wikipedia)
La voz de la memoria. Relato
Escrito para el Tintero de Oro dedicado a Miguel Delibes
LA VOZ DE LA MEMORIA
Empezamos
por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez
años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para
hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los
pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.
Los ríos no
cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima,
exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos
al río, el Trucha, Lluc y yo, como una
lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como
tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El
murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.
Mis
recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel,
truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno
en la almohada, ahora me parecen entrañables.
En ese
instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho
dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija
de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda
inglesa”.
-Peret,
toma, te dejaste el libro en mi pupitre.
Hay
diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.
Subimos al
pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los
gatos. La enfermedad y la vejez lo
mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes,
un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.
Docenas de
gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia
de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos
hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los
alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.
Llegué a mi
casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al
contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato
blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito
donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca.
Para mi propia sorpresa, no me asusté.
Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha
que abría mi memoria en gajos.
Nuevos
sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando
en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una
habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la
herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El
vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí
reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para
cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se
desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de
tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos
llegaban a mí absolutamente reales.
Mi abuelo,
hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba
viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa
era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo,
casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos
le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.
Era cestero.
Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos,
siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa
sucia o racimos de uvas.
Juntos
observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad
y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera
de una alondra.
Él, un ave
más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo
preguntar a mi madre:
“¿Por qué el
yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”
Yo no entendía
la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había
caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.
Unos
adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos
seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas
traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida
hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:
“Gracias,
hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo."
No llegó viva.
El abuelo
desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la
supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una
dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le
escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto
entre el follaje.
Ahora volvía
a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo
el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su
recuerdo pleno de afecto.
Todo pasado
sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno,
esperando nuestro reencuentro.
***
*cantuchea.
Licencia: canturrea
Un potrillo bajo la lluvia. Experiencia en los Pirineos. You Tube
Hoy comparto este texto leído en voz alta sobre una experiencia personal en los Pirineos. Tengo muchas, pero ésta me encanta por mi contacto con los caballos, en especial con un potrillo. Es sólo una breve estampa, pero que a mí me enseñó mucho. Como algunos sabéis estuve hace unos años atravesando los Pirineos a pie durante varios meses y me llevé una cantidad enorme de anécdotas espirituales y naturales. De vez en cuando vuelve mi nostalgia por la piedra mayúscula, el verde mayúsculo, y el aire sin nombre que llena mi voz de libertades.