Cuentos bajo la almohada

Impresiones sobre el río Ebro




                                              

                                                 FLUIR... EBRO


¿Cómo  podría describir la intensa sensación que siento al contemplar un gran río moviéndose despacio entre colinas?

Esas aguas densas, inocentes como la mirada de un gamo, levemente onduladas por el viento; ese color profundísimo, o ese cuerpo grande y zigzagueante como una culebra encantada que siguiera un enigmático y hechizante destino...

Es reverencia. Literalmente, me inclino ante el paso de un gran río, verde, señorial y sereno, que parece conducirte de la mano, tranquila y plácidamente, al mismo comienzo de la vida…

Me parece que esos ríos transporten millones de años de experiencia, incluso que ya conozcan mis pensamientos.

 Al igual que yo ahora junto al Ebro, animales, plantas, cielos y montañas se miran en sus aguas viajeras: 
¿Qué hará con nuestros fugaces reflejos? ¿Los pulirá igual que a sus piedras, los besará, los olvidará?

A veces quisiera que un río como éste me llevara entera, sobre una canoa hecha de libertad, y fluir sobre su honda música de chelos al compás de la serenidad de sus latidos de agua. 

Fluir... por las suave espalda de la Tierra... hacia un abrazo sin brazos... donde encontrar todos los sentidos, todas las respuestas, todo el amor.


                                                             *

                                                    

Hija de la noche

 


«Solo en la oscuridad puedes ver las estrellas».

Martin Luther King




HIJA DE LA NOCHE


"Como un autillo sobre un abedul miro el horizonte.

Mi ruego se golpea contra las hojas secas del otoño, se golpea y se fractura...

Contemplo aquellos niños en el caminito viejo. Cantan canciones olvidadas. Ellos son flores que abren su perfume en la tarde; luego se alejan, con sus burbujas de luz, hacia la tibieza de un hogar que los acoge... Un gato los sigue mientras los cipreses oscurecen delicadamente su verdor como ofrenda nocturna.

De aquella casa lejana salen notas de guitarra. Sus cuerdas desprenden notas que son heridas...  Las siento; una mano solitaria arranca lágrimas grises a la madera, y mi oído despedaza, como un perro, esos huesos de tristeza.

¿La noche es una mujer? Porque hoy el color de su pelo es el del negro tras el negro: mis dedos lo atraviesan para llegar a la ausencia absoluta. Duele.

¡Ah!, ¿por qué no puedo ser efímero y olvidadizo como la niebla que tararea sobre los prados?

Sí…, como ella…, pasar rozando el agua verdosa que no espera nada... ni a nadie.

 

Éste es el día en que ella desapareció.

Siempre, cada año, con la caída de las últimas hojas, un diez de noviembre,  noches repetidas como ésta me ofrecen su ombligo mordiente. Y caigo en el agujero. Y me dejo devorar por el recuerdo.

Sé que hay tumbas donde yace el olvido de uno mismo, pero es mejor no mirarlas.”

 

Abelino estaba escribiendo estas aciagas letras en un cuaderno lleno de tachones y manchas de tinta. Arrancó la hoja pensando que el fuego sería su mejor lector:

 –¡La combustión! – gritó a las paredes,–¡oh, sí!, ¡la combustión!

Sin aviso, como suele ocurrir, la vela se apagó y sólo quedó la luz de unas ascuas perezosas en la chimenea.

La penumbra de la estancia era profunda, tanto como la fosa de su tristeza.  

De pronto, el crepitar de la leña se volvió extraño, muy grave y deformado, resonando por toda la casa. Sintió los huesos ligeros, calientes, pidiendo moverse sin control, salirse de la piel, romper los límites de su cuerpo.

No podía soportarlo.

En ese instante, la voz de su abuela muerta pulsaba su cerebro como un timbre. No era la primera vez que la oía, ni mucho menos. A menudo pensaba que la angustia y la soledad acabarían volviéndolo loco.

Esta vez, la voz era aguda, apremiante, casi una orden rítmica:

 

“¡Sal afuera. Sal! ¡Corre, corre, sal! Fuera. Sal. Ahora. ¡Ya, sal!”

—Está bien. No insistas. ¡Ya voy!

 Al salir bruscamente, empujo el papel recién escrito. Libre,  planeó airoso hacia las ascuas hambrientas de la chimenea.

Entonces los huesos regresaron a su sitio, volvieron a amar su cohesión natural. Y respiró aliviado.

Afuera, la noche serena parecía sedarlo con cascabeles invisibles. Pero la voz de su abuela insistía de nuevo, más rumorosa esta vez.

–Ahora. Ahora…

Miró desde el porche. No había nada, sólo el rugido hosco  del frío.

Miró al cielo. El parpadeo de una estrella fugaz se hundió en la ceguedad de la tierra.

Silencio; algún autillo a lo lejos. Estrellas.

Avanzó. Su frágil respiración braceó sobre aquel mar de negrura.

Poco después, apareció una confusa silueta, cojeando en la penumbra del camino. Ante él se detuvo una mujer con largo pelo de sauce y ropas raídas.

La realidad lo embistió sin avisar: era su hija, desaparecida hacía ya 10 años.

Tembló. Sintió de pronto un olor a humo antiguo, reconocible. Mientras la observaba, estrellas muertas revivían a fogonazos por sus ojos.

Avanzaron el uno hacia el otro, imantados, convulsos.

Dos cuerpos hechos de palabras no dichas se abrazaron en mitad de la noche. Y cada pecho buscaba las raíces del otro, en silencio, bajo una tierra dulce, desconocida.

Y bajo aquellas ascuas últimas de la habitación, las palabras lloradas sobre el papel se iban trocando, lentamente, en ceniza, en humo, en una larga exhalación de la noche.


                                               *********


Y con este relato  para el Vade Reto cuyo tema es la “Noche” comienzo una etapa de descanso bloguero para dedicarme de lleno a mi próximo libro de cuentos y cerrar así, junto con mi último libro de poemas, toda una etapa de mi vida.

Gracias por vuestra compañía entrañable y estímulo invaluable.

         ¡Un fuerte abrazo y gracias por acompañarme hasta aquí!




Mi primera antología poética. 2015 a 2025

 

 

                                                             Fotografía, diseño, edición y dibujos de la autora




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Suspiro de río. Relato breve

 




Relato publicado en Junio del 2024 para el Tintero, y ahora reeditado para "Acervo de letras" cuya propuesta del mes de marzo son los ríos: 





«En algún lugar existe un río que fluye a través de la vida de cada persona».





Río Li, Guilin, China





SUSPIRO DE RÍO

Suspiro de Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.

Comprendió que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza, la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones de porcelana.

Sus rasgados ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas. Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo le costaba respirar.

De niña, Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.

A los 52 años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.

Y cuentan que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño, su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.

Pero no encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa, inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados.  En ellas, el comerciante vio el reflejo de su propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta,  y con ella en las manos, volvió a gritar su nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él, trató de huir, mientras notaba su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos gigantescos.

Las paredes luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres. Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.

Luego, sobre el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de felicidad de su verdadera esencia de río.

                                       

Maite Sánchez Romero (Volarela)


LA TORRE VIGÍA

 


Relato escrito para el Tintero de Oro, cuyo tema es "Piratas"

https://concursoeltinterodeoro.blogspot.com/2025/02/la-isla-del-tesoro.html

 "Autoexpulsada" de mi zona de confort creativa, me he atrevido a realizar este relato. Como está aún caliente, seguro que tiene mil errores, (sed indulgentes :).

 Se agradecen todo tipo de correcciones (si son históricas o temáticas las cambiaré al finalizar el concurso)

¡Gracias!


«Lo difícil  de la literatura no es escribir, sino escribir lo que quieres decir; no es provocar un efecto sobre el lector, sino el efecto que quieres.»

Robert Louis Stevenson


 
                                                                            (foto de mi archivo)

                                            


                                      LA TORRE VIGÍA


    La torre vigía, desmochada y enrojecida por el sol de la tarde, se le vislumbró a Marisa como una extraña formación con vida propia. Envejecida y moribunda, parecía hablar para sí misma. La niña acababa de subir con su tía los noventa metros de desnivel que la alzaban sobre el mar y su propia ciudad. Estaba sorprendida de encontrar aquel jeroglífico de piedras amontonadas, paradero de hierbas punzantes. La tía le explico que, siglos atrás, desde esa torre, un vigilante tenía la función de hacer señales de humo a las dos torres de la lejanía, y así avisar de la llegada de cualquier barco pirata a nuestras costas y dar tiempo a la población para su protección. Porque los piratas eran el terror del mar. “Terror…”, pensó Marisa, y una mano siniestra y rojiza se le puso delante del océano sin que ella pudiera evitarlo.

La niña dirigió la vista a los acantilados, magnánimos en regalar paz de rocas y gaviotas. Imposible era imaginar que en aquel lugar exacto, quinientos años antes, un hombre acababa de bajar de su torre vigía y suspiraba agotado al contemplar esa misma generosidad de gaviotas y rocas. Su trabajo consistía en permanecer durante horas mirando la raya del horizonte, a menudo hasta quedársele grabada en las pupilas cuando bajaba a tierra y miraba a su propio hijo.

Ese mismo día, 5 de mayo, pero de 1525, el hombre vio una naciente azucena: para su esposa enferma, pensó, preocupado por la inminente ceguera que amenazaba quitarle el trabajo; lo único que sabía hacer: mirar. Le dolían los ojos de tanta luz, o no sabía de qué, y tenía que cerrarlos para poder soportarlo; además, una niebla rojiza, a veces le cubría la visión, dejándolo desconcertado, triste y con un profundísimo abatimiento. 

En uno de esos momentos de descanso ocular llegó a dormirse mucho, mucho tiempo. Y durante ese sueño en que creía ver ángeles sobre su cabeza llenando de cielo sus ojos y sanándoselos, varios barcos piratas arribaban a la bahía con todas sus espadas afiladas y listas. El hombre despertó un día después: su pueblo era una llama gigantesca en la noche, que gritaba mudamente su desolación. Mientras, quinientos inocentes viajaban en terroríficos barcos para ser matados o esclavizados. 

Aquella noche ardió también el alma del vigilante: allí irían su mujer y su único hijo. El hombre nunca bajó; se desplomó por aquel rayo súbito de dolor, y  quedó junto a su torre vigía, con la flor de azucena todavía agarrada a sus dedos.

 

La niña vio posarse una gaviota sobre la torreta. Graznó. Pero Marisa lo percibía como si le hubieran quitado la voz, como en una película muda, y quería llamar, golpear, entrar en esa película. 

Miró al mar.

II

El destino de la madre y el hijo nadie lo supo. Una fue matada por débil y el otro fue esclavizado y utilizado como favorito por el sultán. Éste, conocido por su especial crueldad, era corsario por vocación. Al tierno joven le había cortado una pierna para que no huyera, ya que desde que lo pusieron a prueba, comprobó que tenía un vigor físico extraordinario, que junto a un fulgor de inteligencia en sus ojos no prometía nada bueno.

El corsario de corazón de piedra y serpientes, sentía sin embargo debilidad por aquel muchacho. Lo llevaba a todas sus cacerías humanas, hasta que un día lo perdió de vista, y eso fue su propia perdición.

 El joven había saltado por la borda para morir en el mar, hambriento de muerte. Ese día, nadie notó su desaparición. Flotó y flotó hasta ser recogido por un barco pesquero. El joven, agradeciendo una nueva vida, comprendió que tenía dentro mucho poder, pues llevaba en su portentosa memoria el plano detallado de los próximos ataques del pirata. 

Había tenido tiempo suficiente para aprender el idioma, y el exceso de confianza del tirano le proporcionó su inesperada arma. Buscó a los soldados de la guardia más cercana para hacer llegar al rey su información. Y como si de un milagro divino se tratara, poco después, varias galeras acechaban ocultas en ensenadas mediterráneas, dispuestas al ataque. 

El hundimiento fue rotundo y durante un tiempo hubo paz por aquellos mares.

 La tía de Marisa llamó a la niña; oscurecía y debían bajar, pero ella no quería marcharse todavía; algo la retenía junto a aquellas piedras que parecían hablar entre ellas.

  El rey premió al joven con unas tierras y un sustento de por vida. Él las pidió cercanas a su pueblo, ahora demolido, sin almas, sin animales, sin casas. Se propuso restaurarlo. Y así fue que durante toda su vida no hizo otra cosa que crear vida de las cenizas. 

Allí volvieron a reír las mozas y los gallos a dar la señal del amanecer.

Un día logró subir con su pata de palo a la torre vigía. Sobre la tierra en la que yacía el padre que él mismo enterró años atrás, y, en el mismísimo lugar en que Marisa sentía sus pies clavados, contempló orgulloso el resurgir de su pueblo. Abrió sus brazos como queriendo abarcarlo por entero, y expresó emocionado:

“Por ti, padre”.

La niña se agachó y acarició levemente una pequeña azucena.

-Vamos, Marisa. Aquí ya no hay nada.

-Sí hay… Hay mucho…

Fueron bajando las dos, pero mientras la noche borraba el paisaje, en la mente de Marisa se escribían las palabras que acabamos de leer.



                                                                   Lilium candidum (Wikipedia)

La voz de la memoria. Relato

   



                                        Escrito para el Tintero de Oro dedicado a Miguel Delibes





LA VOZ DE LA MEMORIA


Empezamos por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.

Los ríos no cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima, exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos al río, el Trucha,  Lluc y yo, como una lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado  Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.

Mis recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel, truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno en la almohada, ahora me parecen entrañables.

En ese instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda inglesa”.

-Peret, toma, te dejaste el libro en mi pupitre.

Hay diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.

Subimos al pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los gatos.  La enfermedad y la vejez lo mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes, un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.

Docenas de gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.

Llegué a mi casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca. Para mi propia sorpresa, no me asusté.  Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha que abría mi memoria en gajos.

Nuevos sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos llegaban a mí absolutamente reales.

Mi abuelo, hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo, casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.

Era cestero. Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos, siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa sucia o racimos de uvas.

Juntos observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera de una alondra.

Él, un ave más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo preguntar a mi madre:

“¿Por qué el yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”

Yo no entendía la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.

Unos adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:

“Gracias, hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo." No llegó viva.

El abuelo desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto entre el follaje.

Ahora volvía a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su recuerdo pleno de afecto.

Todo pasado sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno, esperando nuestro reencuentro.


 ***

*cantuchea. Licencia: canturrea