(Mezclando dos inspiraciones, la imagen de Vade Reto y El tintero de Oro que trata de espíritus.)
BAILANDO CON EL AIRE
La tormenta desgajaba en dos los pensamientos de los ancianos en aquella sala de paredes azules.
Miraban a través de los vaporosos cristales -recordaban-. Un hálito gris de melancolía removía sus erosionados cimientos. Alguien abrió la ventana; las cortinas de encajes volaron. Se introdujo una brisa apasionada y juvenil por la estancia.
Qué frescor, qué ímpetu, que vida nueva; cuántas gotas, cuántas promesas derramándose por la tierra... Sacaron las manos por la ventana, las mojaron, rieron. Se secaron las gafas, surgieron nuevos temas de conversación ante el paisaje envuelto en negros que despertaban la imaginación.
La más diminuta anciana, tan frágil como una patita de canario, también miraba la escena. Pero no veía lo mismo.
El banco de la calle de enfrente no estaba vacío; un cuervo se había posado: su amigo de lo intangible. Al fondo, flotando en la oscuridad veía unos ojos que la miraban. Sólo desde ellos -sólo- caía la lluvia como un extenso ruego por la avenida.
Poco después, volvía su cabeza hacia arriba; luego apretó su mano contra otra imaginaria, y sonrió. Al gesto añadió, quebradamente, una palabra: Daniel. Y todos, al oír aquel nombre, sabían que por los ojos opacados de la mujer seguía mirando su difunto esposo. La ternura era inevitable para con aquella dama de blanquísimo cabello.
Dobladita casi como un caracol, solía conversar a solas con el aire, sin percatarse de los gestos piadosos hacia su persona. Casi no comía ni bebía; no exigía para ella más que un rincón del parque para pasearse de la mano de la ausencia. Los pájaros, compañeros de las almas buenas, la rodeaban; especialmente un enorme cuervo, que sólo ella veía.
Durante horas, bajo el estilizado sauce de la residencia, la anciana solitaria bailaba, rebosante de alegría. Danzaba casi tropezando, con una sonrisa de éxtasis en los labios, rodeando con sus brazos el vacío; siguiendo los compases de un eterno vals imaginario.
En el asilo decidieron aumentarle su dosis de anti psicóticos; no veían conveniente las progresivas alucinaciones de la viejita, sobre todo porque más de una vez tropezaba y se caía en sus bailes por el jardín. Poco a poco la fueron durmiendo, la fueron helando; hasta que dejó de hablar con su querido Daniel. Hasta que cerró los ojos de pura melancolía. Hasta que sus huesos resecos penetraron en la tierra, cayendo sin ruido, como una suave lluvia.
Unos días después de su muerte, Lucia recibió una fotografía de parte de la residencia. Se quedó tan perpleja, tan maravillada, tan sorprendida como feliz:
La salita de paredes azules. Las cortinas de encaje empujadas por la brisa húmeda. Y allí, los diez ancianos que conversaban sobre la tormenta de aquella tarde atronadora; allá la abuela, girando su rostro hacia arriba. Y a su lado el abuelo, alto, con el mismo gabán gris sin bolsillos que le gustaba ponerse los días de lluvia, cogiendo la pequeña mano de su esposa.
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(Inspirado en la noticia real de una chica que descubre a su difunto abuelo junto a su abuela en una fotografía familiar)