Cuentos bajo la almohada: Historia de un abrazo. Relato breve

Historia de un abrazo. Relato breve

 


Pintura de Nicoletta Tomas Caravia, musa de este blog



HISTORIA DE UN ABRAZO


  La colilla desprendía sola su ceniza en la esquina de la mesa. Ella estaba alerta por el timbre que acababa de sonar. Pocos minutos antes se estuvo pintando las escasas pestañas, estirados centinelas de unos ojos desvaídos y turbios, pero aún amantes apasionados de la luz de los días. Escuchaba a un canario gorjear por el hueco del patio interior. Aquel sonido tibio e inocente se inmiscuía sin pedir permiso en sus labios desgastados y trazaba en ellos el dibujo de una leve sonrisa. Había estado cepillando sus últimas piedras preciosas, los dientes; alisando los hilos de plata muerta de su pelo, y perfumando con rosas la flácida piel elefantina de su cuello. Estaba tan hermosa y feliz como puede serlo una dama de ochenta y cinco años. Miraba las venas dilatadas de sus manos. Por cada una subía y bajaba un bello recuerdo. Su niño volvía al fin de la cárcel. Era libre. Aquel niño una vez le acarició con curiosidad el pelo fuerte como el de una orgullosa yegua negra. Y aquel niño, como todos los niños, también durmió en sus brazos, con los ojos cerrados como capullos de seda que guardan el renacer de mariposas sin mácula. Era y sería siempre su Toni. No importa lo que pudiera haber hecho después. Un día pudo contemplar su corazón de lluvia blanda y bella, y eso no moría con las circunstancias. El pájaro desde su jaula trinaba sin juzgar a nadie. Sólo interpretaba la melodía que le saltaba incontrolablemente en la garganta. Ella era igual.

  Su perro caniche la buscaba por la oscura casa. Cuando la vio sentada en el extremo de la silla del comedor, subió a sus piernas mecánicamente, sabiendo que siempre era bien recibido. Su pequeña lengua le surcaba la mano, como cálida riada de desierto.

  La televisión del vecino reproducía un concurso. Las voces frívolas se colaban por las paredes empapeladas burlando la emoción pacífica de la mujer. Quiso olvidar el desorden de aquel vocerío irrespetuoso y encendió un cigarrillo. Acarició un llavero que guardó en el bolsillo de su chaqueta para entregárselo al hijo como regalo. Pasaban los minutos enredándose en sus pensamientos de humo tembloroso. Los cuadros parecían torcerse un poco de impaciencia; el perro comenzaba a gemir despacio para sí mismo, contagiado de las emociones apretadas de su ama.

  El timbre del telefonillo sonó justo cuando el cigarro sin fumar dejó caer su bloque de ceniza.  El perro ladraba con el frenesí  de los girasoles de Van Goh. Al poco tiempo, el timbre de la puerta añadió su potente y vociferante existencia.  Sonaba pletórico y viril, como un reclamo triunfal del mismo visitante.

  Pasó el hombre, de mediana edad. Su abrazo la envolvió en un vendaval de lluvias fértiles y alegría. Le regaló el aliento contenido de muchos años; el vaivén de sus olas más escondidas. Y ella, como un río que encuentra su mar, se hundió en ese abrazo, llorando y mirando sólo hacia el profundo azul de la dicha.