Cuentos bajo la almohada

VIDRIOS ROTOS. Audio Relato . Gótico, suspense y sobrenatural.


                                                       Imagen de betske hoekstra: (35) Pinterest

                 

                     




                                                                   AUDIO CUENTO



                                                                 



 

La voz de la memoria. Relato

   



                                        Escrito para el Tintero de Oro dedicado a Miguel Delibes





LA VOZ DE LA MEMORIA


Empezamos por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.

Los ríos no cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima, exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos al río, el Trucha,  Lluc y yo, como una lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado  Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.

Mis recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel, truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno en la almohada, ahora me parecen entrañables.

En ese instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda inglesa”.

-Peret, toma, te dejaste el libro en mi pupitre.

Hay diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.

Subimos al pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los gatos.  La enfermedad y la vejez lo mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes, un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.

Docenas de gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.

Llegué a mi casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca. Para mi propia sorpresa, no me asusté.  Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha que abría mi memoria en gajos.

Nuevos sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos llegaban a mí absolutamente reales.

Mi abuelo, hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo, casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.

Era cestero. Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos, siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa sucia o racimos de uvas.

Juntos observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera de una alondra.

Él, un ave más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo preguntar a mi madre:

“¿Por qué el yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”

Yo no entendía la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.

Unos adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:

“Gracias, hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo." No llegó viva.

El abuelo desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto entre el follaje.

Ahora volvía a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su recuerdo pleno de afecto.

Todo pasado sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno, esperando nuestro reencuentro.


 ***

*cantuchea. Licencia: canturrea




Un potrillo bajo la lluvia. Experiencia en los Pirineos. You Tube

 


El potrillo de dulce mirada... 2017. En Irati, Pirineo navarro



 Hoy comparto este texto leído en voz alta sobre una experiencia personal en los Pirineos. Tengo muchas, pero ésta me encanta por mi contacto con los caballos, en especial con un potrillo. Es sólo una breve estampa, pero que a mí me enseñó mucho. Como algunos sabéis estuve hace unos años atravesando los Pirineos a pie durante varios meses y me llevé una cantidad enorme de anécdotas espirituales y naturales. De vez en cuando vuelve mi nostalgia por la piedra mayúscula, el verde mayúsculo, y el aire sin nombre que llena mi voz de libertades.


                                            


Suspiro de río. Relato breve

 


  



Río Li, Guilin, China


SUSPIRO DE RÍO

Suspiro de Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.

Comprendió que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza, la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones de porcelana.

Sus rasgados ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas. Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo le costaba respirar.

De niña, Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.

A los 52 años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.

Y cuentan que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño, su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.

Pero no encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa, inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados.  En ellas, el comerciante vio el reflejo de su propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta,  y con ella en las manos, volvió a gritar su nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él, trató de huir, mientras sentía su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos gigantescos.

Las paredes luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres. Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.

Luego, sobre el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de felicidad de su verdadera esencia de río.

                                       


TIEMPO...

 

                                                          Tiempo. Obra de Pedro Sacristán

(Segundo aporte para el Tintero, un poema...)


TIEMPO


La oruga avanza con un reloj en cada antena sobre su hoja planetaria.

El sol hunde su risa de niño en el ombligo de la noche.

Sale el cangrejo. Jadea un feto. Exhala el tren un adiós de hierro...

Vira el velero.

Un perro olisquea el fantasma de una rosa.

Se posa una bandada de lágrimas

en un ciprés.

Ella le besa a él…

El tiempo trabaja

con arrugas en los dedos…

 

El mar duerme y se despierta

dentro de un cuento

que descubre un niño

en el cajón de su abuelo.

Cabalga el mar

sobre peces ciegos

hacia la luz azul de los ojos del nieto...

 

Tiempo…

 

Vosotros os columpiáis.

Nosotros nos columpiamos…

Ellos se columpian

todos en fractales

que vienen y van…

Van y vienen en remolinos agudos de gloria,

estela de semillas prístinas,

coros de renovación.

 

Vuestras manos,

nuestras manos,

sus manos...

son sueños de niños que cantan

agarrados a la mano del tiempo.


-Los dedos del tiempo tienen alas.-

 

Corren los segundos como hormigas

 atareadas

por un reloj detenido,

gigantesco,

                             congelado,

en la hornacina de Dios.

Tiene ya mucho polvo

extasiado

flotante…

Y él se mira en él;

de un soplido lo expulsa,

y en un suspiro lo vuelve a crear:

 Tiempo.


*