— ¡Dios mío, la estatua ha caído! ¡Miren, la cabeza rota!
Recuerdo que todos los que pasaban me miraban entre la sorpresa y la compasión.
Desde entonces, aquellos ojos pétreos, inexpresivos, no dejaron de mirarme, de seguirme hasta mis sueños. Me obsesioné.
Pero no fue la única distorsión —no pienso llamarlo alucinación— de la realidad que tuve. A veces, de improviso, el murmullo de la gente resonaba como un panal de abejas. Era terrorífico. Sobre todo porque nadie más que yo lo escuchaba.
Contemplaba con pasmo Nueva York; parecía haber perdido su consistencia, sin sombras ni volumen, plana, muerta. Necesitaba tocar algo con urgencia: un semáforo, un árbol... y así volvía a mis dedos el tacto amable de la realidad.
Todo comenzó con el picor de la pulsera.
Nos la habían puesto al nacer, aunque nuestras madres no recordaban siquiera haber parido. La pulsera creía con nosotros. Si te la quitabas morías; mejor dicho, desaparecías al instante. Todos hemos visto a la gente desaparecer a nuestro lado alguna vez... Yo también... Mi mujer... Ella lo hizo. Sintió la misma picazón insoportable que yo siento ahora. No volví a verla.
Perderla fue probar la grandeza de ese amor. Quizá por eso estoy alucinando y no tiene la culpa este picor…
El médico al que conté mis visiones insistió: mi depresión era la causa; la estatua rota solo era un símbolo de la fractura de mi propio mundo.
—Jamás se quite la pulsera. —repitió.
Salí hundido.
Una súbita llamarada de rascacielos me devolvió el aliento. Amaba Nueva York. Pronto comenzó a llover. Pero el picor volvía, cada vez mayor: mi mundo realmente se estaba desmoronando. Las luces de la noche se diluían en un cortinaje de susurros líquidos… Insufrible. Más picor. Tenía que acabar. Sentía mucho miedo, pero estaba decidido.
Una vez en casa, tomé las tijeras. Era imposible cortar la pulsera. Además, con cada intento nuevo el picor aumentaba, y la pulsera parecía deformarse y agrandarse. Finalmente se salió de mi mano…
Lo siguiente que recuerdo son voces lejanas. Una ambulancia sonando a lo lejos. Abejas…
Hasta que todo desapareció de mi vista y de mi oído.
Un silencio de corchos aislantes me acunaba. Copos de nieve en mis ojos… ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?, me preguntaba espantado. Y justo, frente a mí…: la estatua rota.
Sí. Unos inmensos ojos de piedra me contemplaban desde el suelo, entre edificios destrozados. ¡Alrededor mío todo estaba demolido! Mi ciudad… ¡rota como la estatua!
No muy lejos, cuerpos yacían sobre el suelo. ¿Muertos? No, parecían estar dormidos, esperando algo.
— ¡Allá, miren, un hombre vive!
Me señalaron. Era un grupo de personas con máscaras y trajes herméticos. Enseguida me colocaron una mascarilla.
— ¿Qué es esto?, ¿Qué ha pasado?
— Amigo, has vuelto. Esta es la realidad. La auténtica.
— ¿Quiénes sois?, ¿Por qué está todo destruido?
— Hubo una guerra nuclear y Nueva York quedó arrasada.
— ¡Pero eso jamás ha sucedido!
— No allí. Vienes de un mundo falso. Ésta es la realidad —respondió un hombre muy serio que se adelantó del grupo.
Miré desolado las angustiosas montañas de ruinas. — ¡No es posible!
— Has vivido ciego en el mundo onírico de los Inconscientes. Ellos son expertos en crear sueños vívidos.
— ¿Mi vida entera ha sido un sueño?
— Tu vida después de quedar inconsciente en esta guerra. Segundos antes de morir por las bombas, las conciencias de miles de personas fueron robadas por los Inconscientes para vivir a través de ellas en un mundo paralelo, idéntico a este. Su propio sueño vívido.
— ¿Quieres decir que viven a través de nuestras mentes?, pregunté con repugnancia.
— Sí. Ansían ser humanos, pero solo mediante estos robos de conciencia pueden lograr serlo. Cada uno de ellos se va transformando en humano a través de cientos de nosotros.
— ¿Y la pulsera… es el nexo entre ambas realidades?
— Sí. Cuando se saca, desaparecéis allí y termináis de morir aquí…
— ¿Y por qué yo no estoy muerto?
— No estabas a punto de morir, sólo inconsciente. Ellos no pueden distinguir la diferencia.
— ¿Y tú, cómo sabes todo eso? —interrogué casi desafiante.
— Porque hace siglos yo... fui uno de ellos.
Una mujer llegó, rompiendo el círculo, y gritó:
— ¡Mario!
— ¡Miriam! —Los escombros de mi mundo se recompusieron en ese abrazo— ¡Estás viva!
— El veneno, antes de las bombas, ¿recuerdas? Solo nos dejó inconscientes. Estos hombres me rescataron.
Me cogió las manos. Por sus manos cálidas y dulces, reviví su ser entero.
Me ayudó a levantarme.
A lo lejos vimos unas formas rojizas y humeantes con dos huecos profundos en lo que debía ser la cabeza. Avanzaban hacia nosotros.
— No temáis, ahora no pueden haceros nada; vuestra conciencia lo impide —dijo el hombre serio.
Pasaron lentamente a través de nuestros cuerpos como si no existiéramos. Sentimos un lamento estremecedor cruzar nuestro cuerpo y alma. La piel se nos llenó de gotitas rojas, como si nos hubiera envuelto una niebla de vapor rojo y tristeza.
— Vagan en busca de una conciencia...
Avanzamos afligidos calle abajo, acompañados todo el tiempo por la siniestra hecatombe de la ciudad.
Miré hacia atrás; la cabeza caída de la estatua seguía allí, mirándome fijamente, casi con una súplica en aquellos ojos vacíos. ¡Todo no está perdido! —me descubrí respondiéndole en voz alta—; y apreté fuerte la mano de mi mujer.
Mis compañeros me miraron sorprendidos un instante, pero no dijeron nada.
Quizá un vago sentimiento de culpa nos acompañaba, porque habiendo tenido una conciencia, habíamos destruido nuestro mundo.
***
Volarela 2025 para el Tintero de Oro. Historia creada con Nueva York como telón de fondo. Aquí podréis leer todas las participaciones:









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