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AUDIO CUENTO
LA VOZ DE LA MEMORIA
Empezamos
por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez
años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para
hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los
pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.
Los ríos no
cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima,
exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos
al río, el Trucha, Lluc y yo, como una
lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como
tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El
murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.
Mis
recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel,
truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno
en la almohada, ahora me parecen entrañables.
En ese
instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho
dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija
de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda
inglesa”.
-Peret,
toma, te dejaste el libro en mi pupitre.
Hay
diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.
Subimos al
pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los
gatos. La enfermedad y la vejez lo
mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes,
un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.
Docenas de
gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia
de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos
hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los
alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.
Llegué a mi
casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al
contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato
blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito
donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca.
Para mi propia sorpresa, no me asusté.
Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha
que abría mi memoria en gajos.
Nuevos
sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando
en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una
habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la
herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El
vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí
reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para
cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se
desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de
tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos
llegaban a mí absolutamente reales.
Mi abuelo,
hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba
viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa
era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo,
casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos
le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.
Era cestero.
Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos,
siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa
sucia o racimos de uvas.
Juntos
observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad
y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera
de una alondra.
Él, un ave
más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo
preguntar a mi madre:
“¿Por qué el
yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”
Yo no entendía
la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había
caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.
Unos
adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos
seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas
traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida
hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:
“Gracias,
hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo."
No llegó viva.
El abuelo
desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la
supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una
dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le
escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto
entre el follaje.
Ahora volvía
a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo
el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su
recuerdo pleno de afecto.
Todo pasado
sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno,
esperando nuestro reencuentro.
***
*cantuchea.
Licencia: canturrea
Suspiro de
Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su
pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las
pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro
líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso
de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.
Comprendió
que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por
las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles
cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza,
la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la
encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones
de porcelana.
Sus rasgados
ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá
los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de
salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto
largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas.
Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más
que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más
que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por
más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las
fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que
no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un
cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía
sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo
le costaba respirar.
De niña,
Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y
otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de
plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en
sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para
fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la
indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.
A los 52
años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de
carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se
arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.
Y cuentan
que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa
que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño,
su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.
Pero no
encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo
el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa,
inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían
completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los
tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr
de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados. En ellas, el comerciante vio el reflejo de su
propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el
rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la
habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda
la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró
su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta, y con ella en las manos, volvió a gritar su
nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él,
trató de huir, mientras sentía su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos
gigantescos.
Las paredes
luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de
troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres.
Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las
figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar
el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado
rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.
Luego, sobre
el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un
río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando
toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de
felicidad de su verdadera esencia de río.
Tiempo. Obra de Pedro Sacristán
(Segundo aporte para el Tintero, un poema...)
TIEMPO
La oruga avanza con un reloj en cada antena sobre su hoja planetaria.
El sol hunde su risa de niño en el ombligo de la noche.
Sale el cangrejo. Jadea un feto. Exhala el tren un adiós de hierro...
Vira el velero.
Un perro olisquea el fantasma de una rosa.
Se posa una bandada de lágrimas
en un ciprés.
Ella le besa a él…
El tiempo trabaja
con arrugas en los dedos…
El mar duerme y se despierta
dentro de un cuento
que descubre un niño
en el cajón de su abuelo.
Cabalga el mar
sobre peces ciegos
hacia la luz azul de los ojos del nieto...
Tiempo…
Vosotros os columpiáis.
Nosotros nos columpiamos…
Ellos se columpian
todos en fractales
que vienen y van…
Van y vienen en remolinos agudos de gloria,
estela de semillas prístinas,
coros de renovación.
Vuestras manos,
nuestras manos,
sus manos...
son sueños de niños que cantan
agarrados a la mano del tiempo.
-Los dedos del tiempo tienen alas.-
Corren los segundos como hormigas
atareadas
por un reloj detenido,
gigantesco,
congelado,
en la hornacina de Dios.
Tiene ya mucho polvo
extasiado
flotante…
Y él se mira en él;
de un soplido lo expulsa,
y en un suspiro lo vuelve a crear:
Tiempo.
*