Cuentos bajo la almohada: 2024

La voz de la memoria. Relato

   



                                        Escrito para el Tintero de Oro dedicado a Miguel Delibes





LA VOZ DE LA MEMORIA


Empezamos por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.

Los ríos no cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima, exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos al río, el Trucha,  Lluc y yo, como una lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado  Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.

Mis recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel, truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno en la almohada, ahora me parecen entrañables.

En ese instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda inglesa”.

-Peret, toma, te dejaste el libro en mi pupitre.

Hay diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.

Subimos al pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los gatos.  La enfermedad y la vejez lo mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes, un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.

Docenas de gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.

Llegué a mi casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca. Para mi propia sorpresa, no me asusté.  Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha que abría mi memoria en gajos.

Nuevos sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos llegaban a mí absolutamente reales.

Mi abuelo, hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo, casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.

Era cestero. Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos, siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa sucia o racimos de uvas.

Juntos observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera de una alondra.

Él, un ave más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo preguntar a mi madre:

“¿Por qué el yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”

Yo no entendía la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.

Unos adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:

“Gracias, hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo." No llegó viva.

El abuelo desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto entre el follaje.

Ahora volvía a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su recuerdo pleno de afecto.

Todo pasado sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno, esperando nuestro reencuentro.


 ***

*cantuchea. Licencia: canturrea




Un potrillo bajo la lluvia. Experiencia en los Pirineos. You Tube

 


El potrillo de dulce mirada... 2017. En Irati, Pirineo navarro



 Hoy comparto este texto leído en voz alta sobre una experiencia personal en los Pirineos. Tengo muchas, pero ésta me encanta por mi contacto con los caballos, en especial con un potrillo. Es sólo una breve estampa, pero que a mí me enseñó mucho. Como algunos sabéis estuve hace unos años atravesando los Pirineos a pie durante varios meses y me llevé una cantidad enorme de anécdotas espirituales y naturales. De vez en cuando vuelve mi nostalgia por la piedra mayúscula, el verde mayúsculo, y el aire sin nombre que llena mi voz de libertades.


                                            


TIEMPO...

 

                                                          Tiempo. Obra de Pedro Sacristán

(Segundo aporte para el Tintero, un poema...)


TIEMPO


La oruga avanza con un reloj en cada antena sobre su hoja planetaria.

El sol hunde su risa de niño en el ombligo de la noche.

Sale el cangrejo. Jadea un feto. Exhala el tren un adiós de hierro...

Vira el velero.

Un perro olisquea el fantasma de una rosa.

Se posa una bandada de lágrimas

en un ciprés.

Ella le besa a él…

El tiempo trabaja

con arrugas en los dedos…

 

El mar duerme y se despierta

dentro de un cuento

que descubre un niño

en el cajón de su abuelo.

Cabalga el mar

sobre peces ciegos

hacia la luz azul de los ojos del nieto...

 

Tiempo…

 

Vosotros os columpiáis.

Nosotros nos columpiamos…

Ellos se columpian

todos en fractales

que vienen y van…

Van y vienen en remolinos agudos de gloria,

estela de semillas prístinas,

coros de renovación.

 

Vuestras manos,

nuestras manos,

sus manos...

son sueños de niños que cantan

agarrados a la mano del tiempo.


-Los dedos del tiempo tienen alas.-

 

Corren los segundos como hormigas

 atareadas

por un reloj detenido,

gigantesco,

                             congelado,

en la hornacina de Dios.

Tiene ya mucho polvo

extasiado

flotante…

Y él se mira en él;

de un soplido lo expulsa,

y en un suspiro lo vuelve a crear:

 Tiempo.


*

Tempus fugit. La puerta verde. Microrrelato.






El Tintero nos invita a realizar un microrrelato en relación al tema del tiempo. Aquí está el mío.

Si queréis leer el resto, pinchad aquí: MICRORETO

                                                            


                                                     "Tempus fugit" Obra de Fernando Núñez                                             


 LA PUERTA VERDE

 

-Sí, al servicio de caballeros se va por ahí.

-Gracias.

Una puerta roja… ¿Qué es esto?

¿Y esa puerta azul? ¿Y esa otra amarilla? ¿Y la negra, y la verde, y la naranja? Alguien juega conmigo...

En la amarilla, ¡no! mi padre me está pegando. ¡No  me pegues, más, por favor, por favor, no he sido yo!

Salgo deprisa, lloro, mis lágrimas de niño mojan mis zapatos de viejo.

Abro la negra, el despido después de mi depresión. Cierro de golpe. Mi angustia huele a tinta.

La azul... Mi hijo me insulta. ¿Qué no hice bien?

La naranja. Una pistola sobre una mesa. Una botella de vino… ¿Por qué no lo hice?

La verde… La verde se abre y se cierra al ritmo de un tic tac... Es atrayente... Hay un bebé gateando en el suelo. Pero no es mi casa. ¿Seré yo?

 Una madre buena, desconocida, me toma en brazos...

¡Nacer, nacer, quiero volver a nacer...!

-Señor, no grite, ¿ha terminado? Necesito el baño... Gracias... (Buf, qué peste a alcohol tiene este hombre...)

-¿Perdone, dónde está la puerta verde?, ¡Quiero entrar, amigo, ayúdeme, quiero volver a nacer! ¡A nacer! ¡Oh, sí… una segunda oportunidad!

Me mira como a un loco... Cierra la puerta del WC. Es de un color imposible, el color de los sueños. Intento abrirla de nuevo con todas mis fuerzas,  pero se esfuma de mis manos, huye como el tiempo... También mis dedos, yo mismo huyo de mí mismo… Resbalo como el agua y desaparezco ¡por una puerta verde...!


*




Bailando con el aire



(Mezclando dos inspiraciones, la imagen de Vade Reto y El tintero de Oro que trata de espíritus.)



BAILANDO CON EL AIRE


La tormenta desgajaba en dos los pensamientos de los ancianos en aquella sala de paredes azules.

Miraban a través de los vaporosos cristales -recordaban-. Un hálito gris de melancolía removía sus erosionados cimientos. Alguien abrió la ventana; las cortinas de encajes volaron. Se introdujo una brisa apasionada y juvenil por la estancia. 

Qué frescor, qué ímpetu, que vida nueva; cuántas gotas, cuántas promesas derramándose por la tierra... Sacaron las manos por la ventana, las mojaron, rieron. Se secaron las gafas, surgieron nuevos temas de conversación ante el paisaje envuelto en negros que despertaban la imaginación.

La más diminuta anciana, tan frágil como una patita de canario,  también miraba la escena. Pero no veía lo mismo. 

El banco de la calle de enfrente no estaba vacío; un cuervo se había posado: su amigo de lo intangible. Al fondo, flotando en la oscuridad veía unos ojos que la miraban. Sólo desde ellos -sólo- caía la lluvia como un extenso ruego por la avenida. 

 Poco después, volvía su cabeza hacia arriba; luego apretó su mano contra otra imaginaria, y sonrió. Al gesto añadió, quebradamente, una palabra: Daniel. Y todos, al oír aquel nombre, sabían que por los ojos opacados de la mujer seguía mirando su difunto esposo. La ternura era inevitable para con aquella dama de blanquísimo cabello.

 Dobladita casi como un caracol, solía conversar a solas con el aire, sin percatarse de los gestos piadosos hacia su persona. Casi no comía ni bebía; no exigía para ella más que un rincón del parque para pasearse de la mano de la ausencia. Los pájaros, compañeros de las almas buenas, la rodeaban; especialmente un enorme cuervo, que sólo ella veía. 

Durante horas, bajo el estilizado sauce de la residencia, la anciana solitaria bailaba, rebosante de alegría. Danzaba casi tropezando, con una sonrisa de éxtasis en los labios, rodeando con sus brazos el vacío; siguiendo los compases de un eterno vals imaginario.

En el asilo decidieron aumentarle su dosis de anti psicóticos; no veían conveniente las progresivas alucinaciones de la viejita, sobre todo porque más de una vez tropezaba y se caía en sus bailes por el jardín. Poco a poco la fueron durmiendo, la fueron helando; hasta que dejó de hablar con su querido Daniel. Hasta que cerró los ojos de pura melancolía. Hasta que sus huesos resecos penetraron en la tierra, cayendo sin ruido, como una suave lluvia.

Unos días después de su muerte, Lucia recibió una fotografía de parte de la residencia. Se quedó tan perpleja, tan maravillada, tan sorprendida como feliz: 

La salita de paredes azules. Las cortinas de encaje empujadas por la brisa húmeda. Y allí, los diez ancianos que conversaban sobre  la tormenta de aquella tarde atronadora; allá la abuela, girando su rostro hacia arriba. Y a su lado el abuelo, alto, con el mismo gabán gris sin bolsillos que le gustaba ponerse los días de lluvia, cogiendo la pequeña mano de su esposa.


                                                  ******


(Inspirado en la noticia real de una chica que descubre a su difunto abuelo junto a su abuela en una fotografía familiar)


Vidrios rotos. Relato en honor a Isabel Allende

 


Propuesta del Tintero de Oro en honor a  Isabel Allende y su libro "La casa de los espíritus". 

Más aportes aquí: 41ª Edición de El Tintero de Oro



                                                                                                             Imagen: Enrique Meseguer



                                                        VIDRIOS ROTOS

Miró la hora sin apartar la mano del volante: las siete y treinta y dos. La carretera le iba lanzando a los ojos su insípido desfile de señales cuando, bruscamente, escuchó a su espalda un terrible chirrido de frenos.  En su retrovisor apareció la fugaz instantánea de un coche saliéndose por la última curva hacia el profundo  barranco de la derecha. Se trataba de un viejo modelo de Skoda rojo.

Paró, muy nervioso, sin saber qué hacer. Retrocedió para ayudar. Se asomó al precipicio: un silencio absoluto mordisqueaba sus oídos como si algo siniestro estuviera a punto de suceder. No había ni el menor rastro del coche, ninguna huella del accidente en aquella curva; se cercioró de nuevo, pero el coche parecía haberse volatilizado. Sobre su cabeza voló rasante una gaviota enorme de alas negras. Impactado, continuó la marcha, pero tuvo que  detener su vehículo, no podía seguir conduciendo, estaba temblando de miedo sin saber por qué. Necesitaba tomarse unos momentos para respirar, calmarse, pensar…

El azar quiso que se detuviera frente a aquella mansión ruinosa que nunca deseó volver a encontrar. Habían transcurrido sesenta años. Entre los sauces asomaba su mole decadente. Sabía que nadie la habitaba, pero de alguna manera, el viejísimo caserón lo llamaba, lo atraía con tentáculos extraños, como de polvo, como de recuerdos marchitados en algún profundo rincón de su memoria.

La hiedra tapizaba de verde oscuro la mitad de la fachada. La otra mostraba desafiante sus dientes mellados y cariados por el tiempo: hileras de ventanas rotas, columnas, ornamentos y sillares ennegrecidos; tejados semiausentes. Todo aquel absurdo barroquismo de la piedra languidecía bajo los brochazos blancos de excrementos de un grupo de palomas.

 Se sintió impelido a entrar. Al empujar el gran portón podrido, la desolación le impactó en los ojos: polvo, vacío, soledad.

 Escuchó el inesperado impacto de un objeto de cristal contra la pared. A la vez un frío intenso penetraba sus mejillas, como si las arañara con hielo. Vio cristales rotos por el suelo.  El pavor y la tristeza subían por sus piernas como enredaderas: un recuerdo iba tomando forma. Se acercó y reconoció el cristal de murano de una preciosa jarra que en aquel tiempo permanecía sobre la repisa de la chimenea, junto al piano. Pensó en aquellos vidrios como la vida destruida de la muchacha que amó en aquella casa. A menudo, tocaba el piano sólo para él; una sonata que ensayaba una y otra vez. Eran dos adolescentes amándose en secreto. Él sólo un criado; ella una condenada a heredar, a obedecer, a callar.

 Quiso marcharse, pero al fondo veía la habitación de la que fue su novia secreta. Las paredes conservaban el tapizado que él recordaba, ahora desvaído, casi destruido por las goteras, que estaban sonando en ese mismo momento con una insistencia mecánica de reloj. Veía caer las gotas, y sin embargo, afuera no llovía. Experimentó una extrañísima sensación de inestabilidad en el alma. Comenzó a escuchar una tos procedente de la cama. Su miedo crecía más y más, notaba su latido en la sien, a martillazos de sangre. Debía irse. De pronto, unos invisibles brazos lo rodearon; lo protegían. De alguna manera lo calmaban. Olía a rosas secas. La tos volvió, más fuerte, molesta, casi dentro de su oído. Tuberculosis. Desde que entró en la estancia, esa palabra le andaba royendo desde los pies a la cabeza con pequeñas dentelladas de fuego, hasta que sintió el deseo irrefrenable de caer sobre aquella cama oxidada y llena de polvo. Lo hizo. Y de nuevo unos brazos lo apretaron aun más. Sentía la presencia de ella con fuerza, pero no sólo la de ella. Notaba más y más brazos consolándole. Recordó la hilera de cuadros con cuyos retratados la chica conversaba con toda naturalidad, y también cuando un día expresó: “Ellos lo dicen. Un día nos iremos juntos”.

Salió angustiado de allí, agitado, extenuado, confuso… Al cruzar el jardín la vio. Sí, era la perfecta imagen de su recuerdo. Completamente corpórea, densa, real… vestida de azul; retazos oscuros de pelo resaltaban un cuello blanquísimo. Los ojos brillaban, negros, grandes, serenos. Su delicada boca sonreía amorosa. Abrió los brazos en actitud de bienvenida. Se lanzó a abrazarla, pero entonces se dio cuenta de que estaba abrazando a un árbol. Su amada transparente… no era nada. Una quimera: el recuerdo exacto, hacía sesenta años, de aquella noche en que escapó de casa, con su camisón azul. Entonces, al verle,  había abierto alegremente los brazos en aquel rincón escondido del jardín. La misma escena se había repetido… Querían huir. Tenían planes futuros. Pero a él lo echaron de la casa; y ella, poco después, murió de tuberculosis. Esa tos,  él lo sabía, no expulsaba sino toda su frustración hacia la jaula helada que era su aristocrática mansión, ahora destruida para siempre.

Volvió a mirar a la chica que permanecía inmóvil como una instantánea. Deseaba profundamente besarla. Sin embargo, corrió todo lo que pudo, y la dejó allí con los brazos todavía abiertos y aquella sonrisa encantadora y un poco pícara que a veces ponía. Todo en aquella casa eran falsas proyecciones, estaba seguro, pero se introducían en el alma, e igual que en los sueños, hacían llorar.

Abrió la puerta de su vehículo. Entonces sintió punzante el recuerdo reciente del retrovisor: aquel Skoda rojo, igual que el suyo, saliéndose de la carretera….

La casa en ruinas, los recuerdos, el amor, todo eso había abierto una herida de su pasado, casi cicatrizada. Manaba sangre etérica. Se presionó el corazón como intentando parar la hemorragia. Cerró la puerta del vehículo. Arrancó. Apretó el acelerador. Fue dejando un pequeño reguero de sangre por toda la carretera. Miró su reloj: las ocho y treinta y dos; llegaba muy tarde a su hogar. El sol del ocaso comenzó a reflejarse en su retrovisor. Le cegaba.

—No volveré a mirar mi pasado —se dijo, y movió el espejo. En ese preciso instante  su Skoda rojo se salió de la curva.

 Escuchó el chillido áspero de unos frenos, mezclado con su propio grito; muy lejano, como si se hallara en una cápsula hermética y fuera otro el que gritaba. Su coche saltaba hacia el barranco. El tiempo estaba extremadamente ralentizado y pudo comprender que había sido testigo, hacía sólo una hora, de su propio final. Si no hubiera parado entonces frente aquella casa, el sol no lo habría cegado después… Y ahora estaría vivo… Pero Todo eso pensaba mientras caía el coche dando vueltas de campana entre la vegetación… “Pero mi  mente no cae”, se decía; se eleva como las hojas llevadas por un viento otoñal”. Bajo sus pies, rozándole, se deslizaba una gran gaviota negra; podía contemplar los restos de la mansión, la carretera y toda su vida desparramada en escenas a lo largo de esa larga carretera… No sentía nada, salvo ligereza, como si aquellas alas del ave fueran sus propios brazos.

Una música de piano comenzó a sonar, cada vez más y más potente. Era la sonata ensayada tantas veces por su joven  novia secreta. Ahora sonaba perfecta.  En un fogonazo de luz la vio de espaldas; y esta vez no era un recuerdo. Dejó de tocar. Se levantó y se giró. Su rostro blanco y juvenil resplandecía como cien lunas. Sonrió y abrió sus brazos de par en par. Y él corrió a hundirse en ellos como si no tuvieran fondo.

FIN

©Maite Sánchez Romero (Volarela)

   

 

                                                                  



Niña. Octavio Paz.






Dibujos de Marcos Rey Vicente






Nombras el árbol, niña.
Y el árbol crece, lento y pleno,
anegando los aires,
verde deslumbramiento,
hasta volvernos verde la mirada.



Nombras el cielo, niña.
Y el cielo azul, la nube blanca,
la luz de la mañana,
se meten en el pecho
hasta volverlo cielo y transparencia.



Nombras el agua, niña.
Y el agua brota, no sé dónde,
baña la tierra negra,
reverdece la flor, brilla en las hojas
y en húmedos vapores nos convierte.



No dices nada, niña.
Y nace del silencio
la vida en una ola
de música amarilla;
su dorada marea
nos alza a plenitudes,
nos vuelve a ser nosotros, extraviados.



¡Niña que me levanta y resucita!
¡Ola sin fin, sin límites, eterna!



Octavio Paz







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El oboe. Relato

 



EL OBOE


 Me miran. Yo no quiero mirarme; sé que mi aspecto repele: mis barbas canas, mis arrugas de mil vientos feroces en el rostro, mi piel ennegrecida a fuera de lanzas solares. Bah, ¡qué mas me da! Hace años que ni me miro, para qué: no soy un reflejo en un cristal;  soy libre, y la libertad no tiene forma... como la música. Libre… pero solo como el  lamento de un lobo.


A veces contemplo a la gente, el rebullir de sus vidas... Y es como si estuviera detrás de una ventana: hay siluetas, hay ropas de colore, paquetes, prisas, proyectos, notas que desafinan y chocan, se atraviesan sin oírse… Pero ¿y yo? Con mi oboe por las esquinas; tocando, sonriendo a alguna mano compasiva... ¿Qué clase de mentira vivo? Solo, siempre solo, no oigo más que el sonido de mi propia mente. Cuando hablo… cuando hablo, ya casi no sé expresarme... Llevo años de silencio; me siento torpe, inseguro entre los demás. Mi voz es mi oboe. Él, mi inseparable…, llega a los oídos de los transeúntes, mezclado con motores, bocinas, murmullos, triste maraña de sonidos… Pero llega, lo sé. Y quizá algún gorrión despistado, o esa niña que quiere liberarse de la mano de su madre, o aquel viejo mirando a sus adentros... quizá se lleven a sus sueños algo de mi música.


Este oboe es lo único valiosa que conservo de mi paso por la vida.


Voy de ciudad en ciudad, sin planes, sin rumbo fijo. Ésta me gusta… es alegre… ¿musical?  Ahora estoy tocando una melodía improvisada. Me gusta…, y a la gente también. Empieza a formarse un corro a mi alrededor. Es extraño. Noto otro oboe a lo lejos. ¿Será que alguien más está tocando? Parece que el sonido responde a mi melodía; la sigue, pero con nuevas variantes. Voy a parar. También para aquél. La gente se extraña de que interrumpa la música; debían estar embelesados… ¿No oyen a mi compañero? Vuelvo a tocar. La segunda melodía comienza de nuevo, como un eco muy, muy lejano. Atrayente...  Me sumerjo en mi música. No, no, ahora no es mi música, ¡es de dos! ¿Quién eres?


Ha resultado maravillosa esta doble interpretación. Según tocaba (tocábamos), las caras que me miraban se iluminaban como ángeles sorprendidos, y ¡todo! aparecía más intenso, con más saturación, con más volumen… Tuve que parar, era demasiado hermoso… ¿Cómo es posible?


Notaba unos labios que entraban en los míos y soplaban conmigo… y… me hablaban con música... ¡Y me comprendían! ¿Dónde estás, amigo; me conoces?

Voy a buscarte: tengo que encontrarte…


Llevo días tocando, en diferentes calles, y a medida que subo hacia la colina de la ciudad, el oboe acompañante se oye más nítidamente, más fuerte, como si me acercara a él... ¡Creo que voy a encontrarte, amigo! Según crece la intensidad de su música, aumenta mi euforia. ¡Somos un dúo increíble! Hacía mucho que no sentía tanta complicidad, ¡tanta belleza…! ¿Sentirá aquél lo mismo?


Ayer por la noche, en mi última interpretación, al sentir al otro oboe respondiendo a mis melodías, sentí la misma alegría que cuando era niño y mi padre me tapaba con una gran manta, y yo jugaba a esconderme como un conejo en su madriguera.


Hoy voy a tocar en la vieja iglesia. Es muy singular, las piedras románicas, gastadas, oliendo a tiempo…; la colinilla verde que la alza, los pinos soberbios que la ciñen, los cipreses viejos, que se ondulan perezosos como el último humo de una hoguera. ¡Es un gran día, siento la poesía de la vida!


Estoy tocando. ¡Pero qué fuerte escucho aquí a mi compañero! Tocamos a dúo una pieza que ambos conocemos. Me encanta… Respiro y él sigue… ¡Oh, Dios, qué felicidad, podría morir ahora mismo! Vuelvo a tocar y a tocar, llevado por un impulso incontrolable. Me siento envuelto, atrapado en la otra melodía… ¿Es esto la felicidad?… La fusión de mis notas con aquellas es la armonía plena. Voy a morir de gozo. ¿Y nadie más que yo lo oye? ¿Nadie?


Paro. Miro hacia todos los lados. Tan cerca y no logro ver a nadie... sólo escucho ese oboe, total, absoluto, como una entidad independiente que todo lo abarcara... ¿Por qué? Me alzo. Voy a caminar mientras toco. Allí voy, allí se oye todavía más fuerte...


Ahora parece que estoy interrogando con mi oboe. No lo controlo... ¿Quién eres? Me responde una música deliciosa que no comprendo... ¿Dónde estás? Lo mismo…

Llego a un sitio donde suena al máximo; la música me subyuga. Replica: “Aquí estoy” en una frase melódica tan larga y profunda, tan dulce que me hace temblar...

No.... Aquí, en este justo lugar, debajo de mí, el sonido entra dentro de mi cuerpo. Me estremece. Me enloquece…No. Aquí... Me enamora…Caigo... No puede ser...

“Ven”… Mi instrumento calla. Su oboe suena con la potencia de cien estrellas: “Ven…”.

No es posible... ¿Sueño? Me encuentro sobre una lápida. No. Es real.

 Leo:

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 Avelarda Giménez Rosales.

1850-1875

“Entregó su breve vida a la música”

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 Sobre la piedra hay un hermoso bajorrelieve de una joven tocando… un oboe.

Una melodía vuelve a sonar con el aroma límpido de las rosas abiertas:

“Ven, toca conmigo, más allá del espacio y del tiempo”.


***


No os perdáis los demás relatos de este reto propuesto por nuestro amigo José Antonio para el musical mes de febrero: 

https://jascnet.wordpress.com/2024/02/01/vadereto-febrero-2024/