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AUDIO CUENTO
LA VOZ DE LA MEMORIA
Empezamos
por visitar el río. Sin duda, mi mayor felicidad desde los cuatro a los diez
años. Después, mis padres decidieron que marchara del pueblo a la ciudad para
hacerme un “hombre de provecho”, porque por lo visto los habitantes de los
pueblos no son de provecho; algo que entonces no entendí, ni ahora tampoco.
Los ríos no
cambian. Nosotros sí. Seguía sorbiendo la tierra con su lengua larguísima,
exactamente con la misma constancia y pasión de siempre. Así nos imaginábamos
al río, el Trucha, Lluc y yo, como una
lengua líquida saliendo de un gigante de piedra llamado Pic Roig. Nos sumergíamos gozosos como
tritones en ella mientras nuestras madres, algo más abajo, lavaban la ropa. El
murmullo de las mujeres se unía a la fiel monotonía de las aguas.
Mis
recuerdos son de una belleza prístina; hasta los sermones de Don Ezequiel,
truenos desde un púlpito, que nos amedrentaban y hacían explotar el mismo infierno
en la almohada, ahora me parecen entrañables.
En ese
instante, mi mujer y yo vimos posarse sobre una roca del río a una lavandera cascadeña. El sol espejeaba en su pecho
dorado como un saludo jovial: recordé, todavía turbado, a Pascualilla la hija
de la maestra, inquieta, risueña, una flor en movimiento oliendo a “Lavanda
inglesa”.
-Peret,
toma, te dejaste el libro en mi pupitre.
Hay
diminutas ternuras que se agrandan y se gozan con la distancia de los años.
Subimos al
pueblo. No me pertenecía ya; ni a mí ni a nadie. Era de la soledad. Y de los
gatos. La enfermedad y la vejez lo
mancillaba igual que a todos… Las casas me miraban desde sus ventanas ausentes,
un tanto desoladas por su incapacidad de proteger a alguien.
Docenas de
gatos silenciosos como la luz que se reflejaba en los muros, vagaban con la indolencia
de una vida plena. Por todas partes había alguno saliendo o entrando por sus nuevos
hogares. Sorprendidos nos contemplaban como a súbitas apariciones. ¿Quién los
alimentaría? Pensé yo; “La paz” parecían responderme.
Llegué a mi
casa, junto a la iglesia. Sabía que iba a sentir una gran tristeza al
contemplarla en aquel estado, desvalida ante la agresiva vegetación. Un gato
blanco, como el que teníamos, posaba cual estatua egipcia en el mismo saloncito
donde hilaba mi madre. Escuché (sí, lo oía nítidamente) el sonido de una rueca.
Para mi propia sorpresa, no me asusté.
Comencé a escuchar fuera de la casa el canto de un gallo, ronca flecha
que abría mi memoria en gajos.
Nuevos
sonidos llegaban, reconquistando sus viejos espacios: el Ximo y el Pecas jugando
en la plaza desierta, el alarido de la niña enferma de la Toña, desde una
habitación ahora inexistente; golpes metálicos saliendo por el ventanuco de la
herrería, chanzas y risas desde la fuente completamente cegada por la tierra… El
vuelo del vencejo, ilusionado como un niño repasando sus cromos al anochecer… Creí
reconocer el ladrido de mi Negrillo… y la voz de mi madre llamándome para
cenar. Estaba impresionado. Pero no sentía miedo, sino alegría. Ante mí se
desplegaba toda la vida acústica de mi pueblo y yo parecía ser el director de
tal orquesta, pues mientras mi mente enlazaba una memoria con otra, los sonidos
llegaban a mí absolutamente reales.
Mi abuelo,
hombre de recio mutismo, a mí sólo contaba historias increíbles como la que estaba
viviendo. Quizá su influjo seguía allí, porque estando a su lado cualquier cosa
era posible. Fue también padre y amigo, y un hombre respetado por el pueblo,
casi temido por su solemnidad natural: lo apodaban “el Tordo” porque los tordos
le seguían cuando iba a por esparto para sus cestas.
Era cestero.
Su silencio se hacía voz en sus manos, se transformaba en preciosos cestos,
siempre diferentes, creativos, aunque sólo sirvieran para llevar simiente, ropa
sucia o racimos de uvas.
Juntos
observábamos los pájaros. Del abuelo aprendí la confianza; de las aves la libertad
y la música: llegué a diferenciar por el canto una terrera
de una alondra.
Él, un ave
más, a menudo canturreaba con una leve sonrisa en los labios. Recuerdo
preguntar a mi madre:
“¿Por qué el
yayo cantuchea*?” Ella me respondió: “Para matar la pena.”
Yo no entendía
la muerte; era demasiado pequeño. Tiempo después me lo contaron: su mujer había
caído de la mula un día festivo en que ambos se dirigían al pueblo vecino.
Unos
adolescentes hicieron estallar un petardo, no muy lejos del camino que ellos
seguían, y la mula, asustada, se encabritó, elevándose sobre sus patas
traseras. Mi abuela cayó. Los chicos se acercaron a ayudar y la llevaron herida
hasta el pueblo. Mi madre me contó que les dijo:
“Gracias,
hijos míos, Dios os lo page en bendiciones, que yo ya no podré hacerlo."
No llegó viva.
El abuelo
desde entonces se limito a emplear los monosílabos básicos para la
supervivencia. Sólo a mí me hablaba. Pero a menudo cantaba, sonriéndose, una
dulce tonada popular. Yo, sin comprender la profundidad de su drama, le
escuchaba con placer y curiosidad, como el que escucha a un ruiseñor oculto
entre el follaje.
Ahora volvía
a sonar su canturreo. Era la misma voz…, fuerte, varonil. Se extendía por todo
el pueblo, penetraba en mí como un humo aromático. Dejé que me embargara su
recuerdo pleno de afecto.
Todo pasado
sigue vivo en algún lugar, decía mi abuelo, intocado, inmutable, eterno,
esperando nuestro reencuentro.
***
*cantuchea.
Licencia: canturrea
«En algún lugar existe un río que fluye a través de la vida de cada persona».
Suspiro de
Río tomó la bandeja y la sirvió a su esposo. Afuera, una garza batía con su
pico la plata dorada del Huang-Ho. Gasas de niebla cubrían de tristeza las
pupilas de la pequeña figura que volcaba el té sobre las tazas. Servía el negro
líquido con el mismo sosiego con el que deslizaba sus pies de seda por el piso
de bambú. Pero bajo su rosada piel de cielo, bullía un remolino tormentoso.
Comprendió
que no era humana al descubrir sus propias huellas desapareciendo a su paso por
las arenas del Huang-Ho. Desde muy niña asfixiaron sus pies en terribles
cintas, a la vez que ahogaban su voluntad. Aprendió los secretos de la danza,
la poesía y la música, los perfectos modales, la delicada sumisión, la
encantadora sonrisa tímida, a juego con los pálidos crisantemos de los jarrones
de porcelana.
Sus rasgados
ojos, a veces, emitían chispitas de un secreto volcán que nadie, salvo quizá
los gatos, veían. Su alma no pertenecía a nadie. Pero no encontraba el modo de
salir de aquel laberinto de carne. Y ni siquiera conseguía llorar: un llanto
largo y liberador era para ella tan deseado como la lluvia pora las plantas.
Esos eran sus pensamientos al mirar el curvado adiós de los bambúes. Y por más
que las garzas la contemplaran admiradas desde sus cielos fragantes; por más
que los pájaros buscaran sus manos frescas cuando salía a comprar flores; o por
más que el sol le recordara que estaban unidos en un pacto de eternidad, las
fuertes notas de soledad y muerte la perseguían. Pero lo peor de todo era que
no lograba llorar. Era imposible. Como si sus ojos estuvieran sellados, un
cúmulo constante de lágrimas que jamás salían iba ahogándola por dentro: sentía
sus remolinos acuosos por las venas, inundando también el corazón, y a menudo
le costaba respirar.
De niña,
Suspiro de Río era más inquieta que los alevines de un torrente. Escapaba una y
otra vez de su hogar, y más de una vez la vieron volver desnuda y recubierta de
plumas. Recibía castigos crueles sobre su nacarada e inocente fragilidad, en
sus mismas mejillas de nube. Pero de nada servían; ella volvía a escapar para
fusionarse al viento entre las flores del cerezo, o para sentir de nuevo la
indómita mano del río moldeando sus pies como si ella fuera una piedra.
A los 52
años, muy cansada ya de buscar orificios por los que liberarse de su corsé de
carne, deslizó el menudo peso de su vida hacia el Huan Ho. A su orilla se
arrodilló para llorar al fin, pero no lo consiguió. Y poco después, murió.
Y cuentan
que ese mismo día sucedió el prodigio. Esa mañana, la niebla era la más espesa
que jamás se haya visto. El fornido comerciante que la compró, su rico dueño,
su esposo, abrió la puerta de su casa en busca de su cotidiano recibimiento.
Pero no
encontró a nadie. Las camelias en sus jarrones estaban desfallecidas. Y en todo
el hogar se podía escuchar el insistente ritmo de una fuente misteriosa,
inexistente. Las pérgolas, como si hubieran transcurrido cien años, aparecían
completamente oxidadas y el aire que venía de ellas casi quemaba los ojos. Los
tapices habían perdido todos sus colores, y a lo lejos las montañas, al correr
de las andrajosas cortinas, semejaban esqueletos azules y desmoronados. En ellas, el comerciante vio el reflejo de su
propio rostro. Llamó a gritos a su mujer, pero como única respuesta tenía el
rumor de aquella extraña fuente que resonaba por todas partes. Al abrir la
habitación de ella, una gran nube de mariposas salió volando hasta inundar toda
la casa de pequeños ritmos amarillos. Volvió a llamarla, desesperado. Encontró
su túnica de seda, con peso de siglos, polvorienta, y con ella en las manos, volvió a gritar su
nombre. Entonces, sintiendo el pánico como una piedra que rodaba hacia él,
trató de huir, mientras notaba su cuerpo flotar en un estanque, entre lotos
gigantescos.
Las paredes
luego, tras un temblor sobrecogedor, comenzaron a transformarse en un bosque de
troncos milenarios. Los muebles regresaron a su solemninad de árboles libres.
Los cuadros se los tragó un cielo con todos los matices del azul; las
figurillas de jade, teteras de plata y vajilla de porcelana se fueron a respirar
el silencio mineral del fondo de la tierra, succionadas por ella. Y el tejado
rojo se desplomó, mutándose en pujantes amapolas al caer.
Luego, sobre
el suelo, antes de mármol y ahora de afiladas piedras deseosas de caricia, un
río comenzó a deslizarse. Era la misma Suspiro de Río, libre al fin, llorando
toda el agua que en su vida mortal no pudo sacar, pero también las lágrimas de
felicidad de su verdadera esencia de río.
Maite Sánchez Romero (Volarela)
Tiempo. Obra de Pedro Sacristán
(Segundo aporte para el Tintero, un poema...)
TIEMPO
La oruga avanza con un reloj en cada antena sobre su hoja planetaria.
El sol hunde su risa de niño en el ombligo de la noche.
Sale el cangrejo. Jadea un feto. Exhala el tren un adiós de hierro...
Vira el velero.
Un perro olisquea el fantasma de una rosa.
Se posa una bandada de lágrimas
en un ciprés.
Ella le besa a él…
El tiempo trabaja
con arrugas en los dedos…
El mar duerme y se despierta
dentro de un cuento
que descubre un niño
en el cajón de su abuelo.
Cabalga el mar
sobre peces ciegos
hacia la luz azul de los ojos del nieto...
Tiempo…
Vosotros os columpiáis.
Nosotros nos columpiamos…
Ellos se columpian
todos en fractales
que vienen y van…
Van y vienen en remolinos agudos de gloria,
estela de semillas prístinas,
coros de renovación.
Vuestras manos,
nuestras manos,
sus manos...
son sueños de niños que cantan
agarrados a la mano del tiempo.
-Los dedos del tiempo tienen alas.-
Corren los segundos como hormigas
atareadas
por un reloj detenido,
gigantesco,
congelado,
en la hornacina de Dios.
Tiene ya mucho polvo
extasiado
flotante…
Y él se mira en él;
de un soplido lo expulsa,
y en un suspiro lo vuelve a crear:
Tiempo.
*
El Tintero nos invita a realizar un microrrelato en relación al tema del tiempo. Aquí está el mío.
Si queréis leer el resto, pinchad aquí: MICRORETO
"Tempus fugit" Obra de Fernando Núñez
LA PUERTA VERDE
-Sí, al servicio de caballeros se va por ahí.
-Gracias.
Una puerta roja… ¿Qué es esto?
¿Y esa puerta azul? ¿Y esa otra amarilla? ¿Y la negra, y la verde, y la
naranja? Alguien juega conmigo...
En la amarilla, ¡no! mi padre me está pegando. ¡No me pegues, más,
por favor, por favor, no he sido yo!
Salgo deprisa, lloro, mis lágrimas de niño mojan mis zapatos de viejo.
Abro la negra, el despido después de mi depresión. Cierro de golpe. Mi angustia huele a tinta.
La azul... Mi hijo me insulta. ¿Qué no hice bien?
La naranja. Una pistola sobre una mesa. Una botella de vino… ¿Por qué no
lo hice?
La verde… La verde se abre y se cierra al ritmo de un tic tac... Es
atrayente... Hay un bebé gateando en el suelo. Pero no es mi casa. ¿Seré yo?
Una madre buena, desconocida, me toma en brazos...
¡Nacer, nacer, quiero volver a nacer...!
-Señor, no grite, ¿ha terminado? Necesito el baño... Gracias... (Buf, qué
peste a alcohol tiene este hombre...)
-¿Perdone, dónde está la puerta verde?, ¡Quiero entrar, amigo, ayúdeme,
quiero volver a nacer! ¡A nacer! ¡Oh, sí… una segunda oportunidad!
Me mira como a un loco... Cierra la puerta del WC. Es de un color
imposible, el color de los sueños. Intento abrirla de nuevo con todas mis
fuerzas, pero se esfuma de mis manos, huye como el tiempo... También mis
dedos, yo mismo huyo de mí mismo… Resbalo como el agua y desaparezco ¡por una
puerta verde...!
*
(Mezclando dos inspiraciones, la imagen de Vade Reto y El tintero de Oro que trata de espíritus.)
BAILANDO CON EL AIRE
La tormenta desgajaba en dos los pensamientos de los ancianos en aquella sala de paredes azules.
Miraban a través de los vaporosos cristales -recordaban-. Un hálito gris de melancolía removía sus erosionados cimientos. Alguien abrió la ventana; las cortinas de encajes volaron. Se introdujo una brisa apasionada y juvenil por la estancia.
Qué frescor, qué ímpetu, que vida nueva; cuántas gotas, cuántas promesas derramándose por la tierra... Sacaron las manos por la ventana, las mojaron, rieron. Se secaron las gafas, surgieron nuevos temas de conversación ante el paisaje envuelto en negros que despertaban la imaginación.
La más diminuta anciana, tan frágil como una patita de canario, también miraba la escena. Pero no veía lo mismo.
El banco de la calle de enfrente no estaba vacío; un cuervo se había posado: su amigo de lo intangible. Al fondo, flotando en la oscuridad veía unos ojos que la miraban. Sólo desde ellos -sólo- caía la lluvia como un extenso ruego por la avenida.
Poco después, volvía su cabeza hacia arriba; luego apretó su mano contra otra imaginaria, y sonrió. Al gesto añadió, quebradamente, una palabra: Daniel. Y todos, al oír aquel nombre, sabían que por los ojos opacados de la mujer seguía mirando su difunto esposo. La ternura era inevitable para con aquella dama de blanquísimo cabello.
Dobladita casi como un caracol, solía conversar a solas con el aire, sin percatarse de los gestos piadosos hacia su persona. Casi no comía ni bebía; no exigía para ella más que un rincón del parque para pasearse de la mano de la ausencia. Los pájaros, compañeros de las almas buenas, la rodeaban; especialmente un enorme cuervo, que sólo ella veía.
Durante horas, bajo el estilizado sauce de la residencia, la anciana solitaria bailaba, rebosante de alegría. Danzaba casi tropezando, con una sonrisa de éxtasis en los labios, rodeando con sus brazos el vacío; siguiendo los compases de un eterno vals imaginario.
En el asilo decidieron aumentarle su dosis de anti psicóticos; no veían conveniente las progresivas alucinaciones de la viejita, sobre todo porque más de una vez tropezaba y se caía en sus bailes por el jardín. Poco a poco la fueron durmiendo, la fueron helando; hasta que dejó de hablar con su querido Daniel. Hasta que cerró los ojos de pura melancolía. Hasta que sus huesos resecos penetraron en la tierra, cayendo sin ruido, como una suave lluvia.
Unos días después de su muerte, Lucia recibió una fotografía de parte de la residencia. Se quedó tan perpleja, tan maravillada, tan sorprendida como feliz:
La salita de paredes azules. Las cortinas de encaje empujadas por la brisa húmeda. Y allí, los diez ancianos que conversaban sobre la tormenta de aquella tarde atronadora; allá la abuela, girando su rostro hacia arriba. Y a su lado el abuelo, alto, con el mismo gabán gris sin bolsillos que le gustaba ponerse los días de lluvia, cogiendo la pequeña mano de su esposa.
******
(Inspirado en la noticia real de una chica que descubre a su difunto abuelo junto a su abuela en una fotografía familiar)
Propuesta del Tintero de Oro en honor a Isabel Allende y su libro "La casa de los espíritus".
Más aportes aquí: 41ª Edición de El Tintero de Oro
VIDRIOS ROTOS
Aun impactado por el accidente que había presenciado
casualmente por el retrovisor varios kilómetros atrás, un Skoda rojo saliéndose
de la curva, Fabián había detenido su vehículo. El azar quiso que se parara
frente a aquella mansión ruinosa que nunca quiso volverse a encontrar. Habían
transcurrido sesenta años. Entre los sauces asomaba su mole decadente. Sabía
que nadie la habitaba, pero de alguna manera, el viejísimo caserón lo llamaba,
lo atraía con tentáculos extraños, como de polvo, como de recuerdos marchitados
en algún profundo rincón de su memoria.
La hiedra tapizaba de verde oscuro la mitad de la fachada. La
otra mostraba desafiante sus dientes mellados y cariados por el tiempo: hileras
de ventanas rotas, columnas, ornamentos y sillares ennegrecidos, tejados semiausentes.
Todo aquel absurdo barroquismo de la piedra languidecía bajo los brochazos
blancos de excrementos de un grupo de palomas
Se sintió impelido a entrar. Al empujar el gran portón
podrido, la desolación le impactó en los ojos: polvo, vacío, soledad.
Escuchó el inesperado impacto de un objeto de cristal contra
la pared. A la vez un frío intenso penetraba sus mejillas, como si lo arañara
con hielo. Vio vidrios por el suelo. El
pavor y la tristeza se enredaban por su cuerpo. Se acercó y reconoció el
cristal de Murano de una preciosa jarra que en aquel tiempo permanecía sobre la
repisa de la chimenea, junto al piano. Pensó en aquellos vidrios como la vida
de la muchacha que amó, estallando en mil pedazos. Tocaba el piano para él, una
sonata que ensayaba una y otra vez. Dos adolescentes amándose en secreto. Él
era sólo un criado, y ella una condenada a heredar, a obedecer, a callar.
Quiso marcharse, pero al fondo veía la habitación de ella,
incitándolo a entrar. Las paredes conservaban el tapizado que él recordaba,
ahora desvaído, casi destruido por las goteras, que estaban sonando en ese
momento con una insistencia mecánica de reloj, aunque no lloviera. Experimentó
una extrañísima sensación de inestabilidad en el alma. Comenzó a escuchar una tos
procedente de la cama. Su miedo crecía más y más, notaba su latido en la sien,
a martillazos de sangre. Debía irse. De pronto, unos invisibles brazos lo
rodearon; lo protegían. De alguna manera lo calmaban. Olía a rosas secas. La
tos volvió, más fuerte, molesta, casi dentro de su oído. Tuberculosis. Desde
que entró en la estancia, esa palabra le andaba royendo desde los pies a la
cabeza con pequeñas dentelladas de fuego, hasta que sintió el deseo
irrefrenable de caer sobre aquella cama oxidada y llena de polvo. Lo hizo. Y de
nuevo unos brazos lo apretaron aun más. Sentía la presencia de ella con fuerza,
pero no sólo la de ella. Notaba más y más brazos consolándole. Recordó la
hilera de cuadros con cuyos retratados la chica conversaba con toda naturalidad,
y también cuando un día expresó: “Ellos lo dicen. Un día nos iremos juntos”.
Salió de allí. Al cruzar el jardín la vio. Sí, era la
perfecta imagen de su recuerdo. Completamente corpórea, vestida de azul;
retazos oscuros de pelo resaltaban un cuello blanquísimo. Los ojos brillaban,
negros, grandes, serenos. Y sus brazos estaban abiertos. Su delicada boca
sonreía amorosa. Abrió los brazos en actitud de bienvenida. Se lanzó a
abrazarla, pero entonces se dio cuenta de que estaba abrazando a un árbol. Su
amada transparente… no era nada. Una quimera: el recuerdo exacto hacía sesenta
años de aquella noche en que escapó de casa, con su camisón azul. Al verle
abrió alegremente los brazos en aquel rincón escondido del jardín. Era
exactamente la misma escena. Querían huir. Tenían planes futuros. Pero a él lo
echaron de la casa; y ella, poco después, murió de tuberculosis.
Volvió a mirarla. Deseaba profundamente besarla. Sin embargo,
corrió todo lo que pudo, y la dejó allí con los brazos todavía abiertos y
aquella sonrisa encantadora y un poco pícara que a veces ponía. Todo en aquella
casa eran falsas proyecciones, lo sabía, pero se introducían en el alma, e
igual que en los sueños, hacían llorar.
Abrió la puerta de su vehículo. Entonces sintió punzante el
recuerdo reciente del retrovisor: aquel Skoda rojo, igual que el suyo, saliéndose
de la carretera… y un chirrido espantoso amortiguado por el cristal. No vio el
final.
La casa en ruinas, los recuerdos, el amor, todo eso había
abierto su herida casi cicatrizada. Manaba sangre etérica. Se presionó el
corazón como intentando parar la hemorragia. Cerró la puerta del vehículo.
Arrancó. Apretó el acelerador. Fue dejando un pequeño reguero de sangre por
toda la carretera. El sol del ocaso se reflejaba en su retrovisor. Le cegaba.
—No volveré a mirar mi pasado —se dijo, y movió el espejo.
En ese preciso instante su Skoda rojo se
salió de la curva.
Escuchó el chillido áspero
de unos frenos, mezclado con su propio grito; muy lejano, como desde una cápsula
hermética. Su coche saltaba hacia el barranco. Ése era el final… pensaba
mientras caía... Pero su mente no caía; se elevaba como las hojas llevadas por
un viento otoñal. No sentía nada, salvo ligereza. Una música de piano comenzó a
sonar, cada vez más y más potente. Era la sonata ensayada tantas veces por ella, ahora perfecta. En un fogonazo de luz la vio de espaldas; y no era un recuerdo.
Dejó de tocar. Se giró y abrió sus brazos. Y él corrió a hundirse en ellos como
si no tuvieran fondo.
Me miran. Yo no quiero mirarme; sé que mi aspecto repele: mis barbas canas, mis arrugas de mil vientos feroces en el rostro, mi piel ennegrecida a fuera de lanzas solares. Bah, ¡qué mas me da! Hace años que ni me miro, para qué: no soy un reflejo en un cristal; soy libre, y la libertad no tiene forma... como la música. Libre… pero solo como el lamento de un lobo.
A veces contemplo a la gente, el rebullir de sus vidas... Y es como si estuviera detrás de una ventana: hay siluetas, hay ropas de colore, paquetes, prisas, proyectos, notas que desafinan y chocan, se atraviesan sin oírse… Pero ¿y yo? Con mi oboe por las esquinas; tocando, sonriendo a alguna mano compasiva... ¿Qué clase de mentira vivo? Solo, siempre solo, no oigo más que el sonido de mi propia mente. Cuando hablo… cuando hablo, ya casi no sé expresarme... Llevo años de silencio; me siento torpe, inseguro entre los demás. Mi voz es mi oboe. Él, mi inseparable…, llega a los oídos de los transeúntes, mezclado con motores, bocinas, murmullos, triste maraña de sonidos… Pero llega, lo sé. Y quizá algún gorrión despistado, o esa niña que quiere liberarse de la mano de su madre, o aquel viejo mirando a sus adentros... quizá se lleven a sus sueños algo de mi música.
Este oboe es
lo único valiosa que conservo de mi paso por la vida.
Voy de
ciudad en ciudad, sin planes, sin rumbo fijo. Ésta me gusta… es alegre… ¿musical? Ahora estoy tocando una melodía improvisada.
Me gusta…, y a la gente también. Empieza a formarse un corro a mi alrededor. Es
extraño. Noto otro oboe a lo lejos. ¿Será que alguien más está tocando? Parece
que el sonido responde a mi melodía; la sigue, pero con nuevas variantes. Voy a
parar. También para aquél. La gente se extraña de que interrumpa la música;
debían estar embelesados… ¿No oyen a mi compañero? Vuelvo a tocar. La segunda
melodía comienza de nuevo, como un eco muy, muy lejano. Atrayente... Me sumerjo en mi música. No, no, ahora no es
mi música, ¡es de dos! ¿Quién eres?
Ha resultado
maravillosa esta doble interpretación. Según tocaba (tocábamos), las caras que
me miraban se iluminaban como ángeles sorprendidos, y ¡todo! aparecía más
intenso, con más saturación, con más volumen… Tuve que parar, era demasiado
hermoso… ¿Cómo es posible?
Notaba unos
labios que entraban en los míos y soplaban conmigo… y… me hablaban con música...
¡Y me comprendían! ¿Dónde estás, amigo; me conoces?
Voy a buscarte:
tengo que encontrarte…
Llevo días
tocando, en diferentes calles, y a medida que subo hacia la colina de la
ciudad, el oboe acompañante se oye más nítidamente, más fuerte, como si me
acercara a él... ¡Creo que voy a encontrarte, amigo! Según crece la intensidad
de su música, aumenta mi euforia. ¡Somos un dúo increíble! Hacía mucho que no
sentía tanta complicidad, ¡tanta belleza…! ¿Sentirá aquél lo mismo?
Ayer por la
noche, en mi última interpretación, al sentir al otro oboe respondiendo a mis melodías,
sentí la misma alegría que cuando era niño y mi padre me tapaba con una gran
manta, y yo jugaba a esconderme como un conejo en su madriguera.
Hoy voy a
tocar en la vieja iglesia. Es muy singular, las piedras románicas, gastadas,
oliendo a tiempo…; la colinilla verde que la alza, los pinos soberbios que la ciñen,
los cipreses viejos, que se ondulan perezosos como el último humo de una
hoguera. ¡Es un gran día, siento la poesía de la vida!
Estoy
tocando. ¡Pero qué fuerte escucho aquí a mi compañero! Tocamos a dúo una pieza
que ambos conocemos. Me encanta… Respiro y él sigue… ¡Oh, Dios, qué felicidad,
podría morir ahora mismo! Vuelvo a tocar y a tocar, llevado por un impulso
incontrolable. Me siento envuelto, atrapado en la otra melodía… ¿Es esto la felicidad?…
La fusión de mis notas con aquellas es la armonía plena. Voy a morir de gozo. ¿Y
nadie más que yo lo oye? ¿Nadie?
Paro. Miro
hacia todos los lados. Tan cerca y no logro ver a nadie... sólo escucho ese
oboe, total, absoluto, como una entidad independiente que todo lo abarcara...
¿Por qué? Me alzo. Voy a caminar mientras toco. Allí voy, allí se oye todavía
más fuerte...
Ahora parece
que estoy interrogando con mi oboe. No lo controlo... ¿Quién eres? Me responde
una música deliciosa que no comprendo... ¿Dónde estás? Lo mismo…
Llego a un
sitio donde suena al máximo; la música me subyuga. Replica: “Aquí estoy” en una
frase melódica tan larga y profunda, tan dulce que me hace temblar...
No.... Aquí,
en este justo lugar, debajo de mí, el sonido entra dentro de mi cuerpo. Me
estremece. Me enloquece…No. Aquí... Me enamora…Caigo... No puede ser...
“Ven”… Mi
instrumento calla. Su oboe suena con la potencia de cien estrellas: “Ven…”.
No es
posible... ¿Sueño? Me encuentro sobre una lápida. No. Es real.
Leo:
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Avelarda Giménez Rosales.
1850-1875
“Entregó su
breve vida a la música”
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Sobre la piedra hay un hermoso bajorrelieve de
una joven tocando… un oboe.
Una melodía
vuelve a sonar con el aroma límpido de las rosas abiertas:
“Ven,
toca conmigo, más allá del espacio y del tiempo”.
***
No os perdáis los demás relatos de este reto propuesto por nuestro amigo José Antonio para el musical mes de febrero:
https://jascnet.wordpress.com/2024/02/01/vadereto-febrero-2024/