Cuentos bajo la almohada: La valla (Historias de la guerra II).

La valla (Historias de la guerra II).





LA VALLA


  La vieja estación se alzaba todavía, destartalada, sin vida, en mitad de la llanura. Las vías oxidadas señalaban un camino a ninguna parte. Pero en esas vías aun podía yo ver el trazado de mi vida juvenil. 

El viento, que rozaba mi rostro y ondulaba la grama, seguía en mi mente haciendo sonar el viejo cartel de la estación; lanzaba las lágrimas de aquellas mujeres que despedían a sus parejas. Y yo, sólido, con mis manos en los bolsillos, lo sentía retarme, zarandeándome por la espalda. Pero no me inmutaba; paralizado por mi sentimiento interior, contemplaba alejarse la caja metálica, portando vidas hacia un gran interrogante de sangre.

  Ese tren no se repetirá, pensaba. Habrá miles de trenes, pero el suyo no volverá jamás. Vi partir a mi amigo, mi orgulloso y querido amigo, a lo que él consideraba un sagrado deber: la guerra, la lucha, los ideales. Yo, casi arrastrado por su pasión y mi idolatría hacia él, quise seguirlo, pero no me lo permitieron, pues era demasiado joven. Él me lo enseñó todo acerca de la vida, fue hermano y padre. Me hice hombre gracias a su compañía (¡noble, valiente, hasta desafiante y temerario!) También me ilustró acerca de las mujeres, y mi novia me ama más (lo sé) gracias a él.

  Algo absolutamente suyo era la tozudez extrema. Su padre le dio una paliza brutal cuando supo que quería alistarse como voluntario; lo apisonó física, moralmente. Sin embargo, maltrecho, humillado pero libre, escapó. Lo hizo en secreto, con mi ayuda. Yo mismo lo despedí... ese día en que el viento me zarandeaba.

  Desde pequeños fuimos amigos inseparables. En el pueblo nos apodaban “los ratones” porque nos metíamos por todas partes, fisgoneando, explorando cualquier posibilidad de aventura o diversión. Yo le daba las ideas y él ponía la osadía. Juntos conquistamos una parcela de campo virgen, ¡y en ese mundo éramos los reyes absolutos desde una encina!

  Sobre estas vías melancólicas que yo ahora contemplo, desleídas, sometidas al capricho de las hierbas, sin el poder de conducir ya nada... excepto mis recuerdos... Allí mismo, los dos nos tumbábamos, y, siguiendo la levedad provocativa de las nubes, imaginábamos los caminos que podrían tomar nuestras vidas. Y una vez gritamos los dos juntos, desafiando al tren, que llegaba desgañitándose, y aullábamos como cachorros... antes de apartarnos veloces, con la adrenalina en la punto de los cabellos.

  Yo no tengo rumbo… compañero, ¿y tú?

  El aire ahora es tórrido. La vía no se aleja, sino que entra dentro de mí, me atraviesa como esta brisa: ¿me apuñala? Me viene a recordar el sueño que tuve la noche del 23 de agosto. Y entonces no puedo evitar humedecer un poco esta tierra seca. Me arrodillo; me sobrecoge la sensación tan vívida de aquel sueño. En él, mi amigo se aleja corriendo hacia una gran valla. Yo lo veo trepar por ella con toda agilidad. Deseo seguirle y subirla, pero es imposible para mí, es demasiado alta; me caigo continuamente en el intento. Tozudamente, insisto en alcanzar la valla, pero él, desde lo alto, me mira con tristeza profunda y me dice:

  -No, no insistas. Tú no puedes venir.

   Y así termina el sueño. Desperté temblando, sudoroso y con una sensación punzante en el pecho. No entendía el significado, pero dos días más tarde lo descubrí.  Alguien me dijo que mi amigo había muerto a tiros en la Batalla del Ebro, justo la noche en que yo lo veía saltar la valla.


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