EL ABEDUL APASIONADO
Fue semilla una vez. Como yo, embrión en el vientre de mi madre, él, en el de la tierra, mamaba suavemente la humedad. Algo misterioso dentro de sí mismo le fabricaba diminutas raicillas, como a mí dedos de sangre, para aferrarse a los terrones que serían sostén y alimento. Le llevó mucho tiempo romper la coraza del suelo y asomar sus diminutos cotiledones a la hoguera de la luz, repleta de soberbios troncos, de esplendor verde, y de hojas libres susurrantes y perfectas. Él soñaba día y noche con un pedazo de cielo, que en lo alto, le agarrara las ramas, las más tiernas y tirara de él, llevándolo a un baile maravilloso inundado de trinos azules. Quería llegar hasta allí, pero era duro: las sombras de otros árboles abofeteaban sus tímidos impulsos de crecimiento. A menudo, sus recientes hojas, eran aserradas por los insectos, o bien, una granizada lo desgarraba al caer del grito helado de las nubes; las mismas que poco después, consolaban su dolor lanzándole gotitas puras y frescas.
Él era abedul, o así lo delataba su
estilizada figura recubierta de papel de luna y ojos negros que contemplaban
extasiados los mástiles del bosque y sus flamantes velas verdes.
Sí, abedul le llamaban: bailarín, delicado
con piel de plata siempre danzando hacia arriba; los cascabeles de sus ramas
atraían al viento y a los pájaros. Alegre, poeta, se sabía efímero, incapaz de
sobrevivir a los implacables rayos del tiempo. No obstante, luchaba con el
tesón de un dios por su pedacito de aire, luz y agua. Y mientras peleaba,
jugaba a trinar con los herrerillos y a rimar con el sol.
Creció muy cerca de un riachuelo que
arrullaba sus noches, junto a un búho solemne, fiel huésped de sus ramas. Era
tierna el agua del río; le refrescaba las raíces, los pensamientos, y le acariciaba
hasta la savia más profunda. Poseía una voz sonora, rítmica; a veces inocente
y alegre como un diálogo de niños; otras, fraternal como una hermana mayor que
lo cuidara… Aquellas aguas generosas lo impulsaban a crecer más de lo normal. Y
creció muchísimo, pero siempre delgado, apresurado, entusiasta, idealista, con
ese exceso de mimo y confianza que da la abundancia, hasta el punto de
proyectarse como un dardo hacia el cielo, queriendo probar la gloria de las
luces cenitales. Pero sus raíces eran más débiles que su deseo, y estaban
ancladas a una tierra demasiado inestable.
El riachuelo, una primavera de lluvias
compulsivas y feroces, creció hasta agigantarse. Y se comió locamente,
irracionalmente, como es el agua emocionada, toda la tierra que sostenía las
raíces del árbol. El abedul de risa sonajera se desplomó.
Ya no hay poeta en el bosque, ni adolescente apasionado, ni bailarín de largos brazos de luz. Sus raíces se retuercen inermes en el aire cual violín desafinado, aunque sólo el agua, el búho nocturno y yo logremos escucharlo al pasar por su lado. Estremece verlo así, tumbado, con apenas unas hojas verdes sobreviviendo en la derrumbada copa.
El
pequeño torrente, antes tan locuaz y dicharachero, ahora calla. Arrastra la pena de pasar,
necesariamente, cada día junto a él…
©Volarela
betula pendula
betula pendula
Fotos, texto y audio: Maite Sánchez Romero (Volarela)
(Las fotos fueron tomadas en un bosque de abedules del Pirineo catalán (España). En mis rutas pirenáicas a menudo encontraba árboles arrancados de cuajo debido a los aludes, o como en esta historia, a algún desbordamiento por fuertes riadas. Es bastante impresionante.)